El
olor del café se cuela bajo la puerta. Escucho ruidos de trastes, abajo en la
cocina, y el parloteo del televisor. Mamá prepara el desayuno. Siento un
borboteo en el estómago, quiero levantarme, pero la sábana no me libera, me
abraza, lánguida, tibia. El rumor del aparato del aire acondicionado me
arrulla: es un susurro, un canto manso como el de un río que dormita en medio
del bosque.
La
mañana está en mi habitación: tranquila, atemporal. Su luz toca mis párpados y
ellos se dejan acariciar, querer… adormecer. Mi respiración se relaja y mis
pies descalzos asoman por el borde de la sábana. Siento frío.
El
aroma del café se mezcla con el de huevos con chorizo. Mi estómago protesta. Me
niego a despertar, a levantarme. Allá abajo los ruidos aumentan, ya no son los
trastes ni el televisor, son pasos fuertes, la puerta se abre de golpe, alguien
grita. Mis ojos están vendados, mis manos atadas detrás de la espalda. La
persona es un hombre, me levanta de los
cabellos y me arrastra fuera del recinto que huele a humedad y orines. En la
habitación contigua se escuchan el llanto y las súplicas de alguien que pide le
perdonen la vida. Me hincan junto a él, a mi lado derecho, en mi oreja, siento
el soplo fugaz de un golpe sordo, luego el sonido de un bulto que choca contra
el suelo y… silencio.
Sigo
yo. Me insultan y golpean. En mi frente se estrella un escupitajo caliente que
resbala por mi mejilla. Del lugar donde el bulto cayó, me llega el olor de la
mierda. El gruñido metálico de una pistola que se prepara para disparar resuena
sobre mi cabeza. La voz enojada de un hombre maldice la última letra del
abecedario, una y otra vez. Se refiere a mí. Oigo el último sonido de mi vida:
un disparo, mientras mi pensamiento se aferra a mi madre. La extraño.
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