No recuerdo la primera vez que me interesó una planta:
cuidarla, regarla. Esperar sus flores, sus frutos. Que creciera y ver su sombra
tendida en el suelo, fresca. Tendría cuatro años cuando comí el pistilo amargo
de un alcatraz y acaso uno más cuando tuve la ocurrencia de tocar la hoja
aterciopelada de un opuntia: un nopalito de ornato cubierto de espinas
diminutas que se enterraron en la palma de mi mano por cientos. Este evento
pudo haberme instilado un temor hacia las plantas: tocarlas duele. Como esa vez
que toqué una ortiga y el ardor de mi palma no se calmó en horas. Todo esto podría
haberme traumado, pero no fue así.
Primero, encontré placer en memorizar los nombres
científicos de las plantas que abundaban en el jardín de mamá: eran cientos,
literalmente, y todas tenían apelativos extraños que descubrí en los libros y que
han permanecido intactos en mi memoria. Después me gustó saber si eran de sol,
media sombra o sombra total; si daban flores, frutos o no daban nada pero
embellecían un rincón con su aromática presencia, silenciosa; misteriosa.
Yo no tengo el jardín enorme de mamá en mi casa, pero
sí uno pequeño y exuberante que despierta la envidia de mis vecinas, a quienes
el peso de los años les ha dejado poco en qué entretenerse.
Mi
abuela decía (refiriéndose a cuidar un jardín en casa): las plantas alargan la vida. Pienso
que tenía la razón: no en balde fueron durante eones, millones de años antes de
la aparición de los animales, los únicos seres vivos que habitaron la Tierra
como monarcas perennes, inamovibles. Casi eternos.
Por eso creo que llenar de plantas un rincón yermo –como
el que era el de mi casa– es inundarlo de vida, de una belleza que requiere,
más que cuidados, devoción y entrega. Porque las plantas, aunque mudas,
conquistan el espacio con sus cuerpos, con sus flores, sus aromas y sus frutos.
Con ese silencio luminoso que agrada no solo a la pupila y al olfato, sino que
penetra hondo en el espíritu y le recuerda a uno que está vivo; y que la
eternidad está a la mano: en una planta.
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