Recuerdo los viajes de mi infancia por carretera, cuando
papá nos llevaba a través de campos y montañas antes de llegar a Guadalajara.
Lo que más me gustaba era ver por la ventana los innumerables pueblos que se
sucedían, silenciosos y lejanos, como si alguien los hubiese olvidado ahí, en
medio de la nada.
A
veces nos deteníamos a comer en un restaurante que con frecuencia era una casa
de adobe o de leña junto al camino, por lo regular sin clientes. Era típico de
papá entablar amistad con las personas que nos atendían, quienes no tardaban en
prodigarnos una amabilidad sincera que en muchas ocasiones terminaba en una
conversación nostálgica y amena; nuestros anfitriones la disfrutaban hasta el
último minuto, antes de que partiéramos y la soledad cotidiana volviera a
tomarlos entre sus manos. En verdad parecían estar muy complacidos con nuestra
“visita” y así nos lo hacían saber cuando anunciaban “La casa paga”.
Otras
paradas fueron en lugares que frecuentaban los camioneros. Recuerdo una noche
fría y estrellada en Concepción del Oro*. La luna llena estaba en el cénit, en
el centro de un enorme halo. Las montañas y el suelo desértico brillaban con
una luz mortecina azulada, y las siluetas de los cactus y otros arbustos parecían
mirar sus propias sombras… era como si al día se le hubiera olvidado seguir al
sol y estuviera moribundo en plena noche. El restaurante, una enorme cabaña
con una expansión de tubos y lonas que el viento sacudía como si también
quisiera entrar a calentarse, estaba atiborrado de camioneros y
familias que cenaban al amparo de una atmósfera olorosa a carnitas. Las mesas y
sillas eran metálicas y ostentaban una marca de cerveza. Yo me frotaba las
manos y de vez en vez, en el huequito que hacía con ellas, soplaba un poco de
aire húmedo y tibio que se quedaba pegado a mi piel un rato. Un bigotón
de gorra, vestido con pantalones y chamarra de mezclilla, que había iniciado
una plática con papá, se refirió al halo lunar: “Significa que viene una
helada”. En ese momento no pude entender cómo podría hacer más frío del que ya sentía.
Pero sucedió: Concepción del Oro se heló tanto que las sombras bajo la luna se
quebraban con el viento.
Y
luego, la helada nos alcanzó a nosotros.
No recuerdo cuál fue nuestro último viaje por
carretera, en familia. Mis padres se divorciaron tiempo después del vaticinio del camionero y las visitas a
Guadalajara terminaron. Yo me volví más retraído y callado de lo que ya era. Me
torné huraño. Sin embargo, los libros me salvaron, extendieron los viajes de mi
infancia y, en cierto modo, se convirtieron en una visita inesperada a la vera
del camino. Gracias a los libros, pude entender la amistad y la
alegría que sentían aquellas gentes solitarias que nos atendían cuando papá
decidía llegar, con su familia a cuestas, a sus restaurantes abandonados en
medio de la nada.
*Concepción del Oro, Zacatecas, México.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario