lunes, 24 de noviembre de 2014

Reynosa

En estas calles
Transitan nuestras esperanzas.

Aquí tenemos mañanas
Sin cerros en el horizonte
Que se roben un pedazo de cielo.
Nuestros amaneceres y ocasos
Son un ventanal abierto
De par en par al mundo.

Es verdad,
Nos arremeten
Veranos e inviernos inclementes.
Y cuando las lluvias llegan,
Lloran sobre nosotros
Sin consuelo,
Como si quisieran lavar nuestras almas,
Llevarse nuestras penas…
O, como dicen pocos, como si
Intentaran borrarnos de la tierra.


Estamos a un río de lo que llaman
El Primer Mundo.
Una masa de agua, durmiente, nos
Separa de la felicidad, dicen.
Muchos cruzan nuestras calles en pos
De esa ilusión, de ese canto sirenio.
Pero muchos nos hemos quedado
En esta ciudad, sólo porque
No tenemos adónde ir, un hogar.

Sí, lloramos porque la canícula
No permite sembrar nada.
Porque el invierno,
Con su manto gris,
Desbarata el placer cotidiano de andar
Fuera, en la calle,
Buscando un solaz
Bajo el cielo estrellado.

Sí, nuestros fines de semana
Tienen el perfume de la carne asada
Y entonan un canto de sirena
Disfrazado de música norteña,
Que intenta hipnotizar a la felicidad.

Y las primaveras efímeras
Que intentan aferrarse a la tierra
Con sus contadas flores.
Y los otoños que las sequías eternizan.
Y el fin de año nuevo,
Pretexto para llorar a gusto, en público,
Con una máscara de alcohol.

Y las noches en vela junto a los nuestros…

Hoy intentan arrebatarnos eso.
Nos han dicho que ya no hay esperanza,
Que el gobierno no puede
(Y sí, no puede),
Que no hay remedio
(Y lo hay).

Hoy intentan convencernos
De que no vale la pena creer
O tener los oídos abiertos al canto añorado.
Como si uno estuviera hueco,
No tuviera corazón.

A pesar de la muerte constante,
No cerramos los ojos,
No callamos el grito,
No dejamos de sentir:

Nuestra voz resuena en esa oquedad
Que llamamos vida, cuerpo, yo.

A pesar de lo que nos dicen nuestros ojos,
Sabemos que este horror,
No es la ciudad que hemos construido
Y que ellos han ocupado.

Tal vez nos maten,
Pero ni así nos iremos.
Transitaremos en estas calles,
Como las esperanzas de esos otros
Que vendrán,
Atraídos por el canto de nuestras voces,
En pos de la felicidad que dejamos aquí.

martes, 4 de noviembre de 2014

De los viajes de mi infancia

Recuerdo los viajes de mi infancia por carretera, cuando papá nos llevaba a través de campos y montañas antes de llegar a Guadalajara. Lo que más me gustaba era ver por la ventana los innumerables pueblos que se sucedían, silenciosos y lejanos, como si alguien los hubiese olvidado ahí, en medio de la nada.

            A veces nos deteníamos a comer en un restaurante que con frecuencia era una casa de adobe o de leña junto al camino, por lo regular sin clientes. Era típico de papá entablar amistad con las personas que nos atendían, quienes no tardaban en prodigarnos una amabilidad sincera que en muchas ocasiones terminaba en una conversación nostálgica y amena; nuestros anfitriones la disfrutaban hasta el último minuto, antes de que partiéramos y la soledad cotidiana volviera a tomarlos entre sus manos. En verdad parecían estar muy complacidos con nuestra “visita” y así nos lo hacían saber cuando anunciaban “La casa paga”.

            Otras paradas fueron en lugares que frecuentaban los camioneros. Recuerdo una noche fría y estrellada en Concepción del Oro*. La luna llena estaba en el cénit, en el centro de un enorme halo. Las montañas y el suelo desértico brillaban con una luz mortecina azulada, y las siluetas de los cactus y otros arbustos parecían mirar sus propias sombras… era como si al día se le hubiera olvidado seguir al sol y estuviera moribundo en plena noche. El restaurante, una enorme cabaña con una expansión de tubos y lonas que el viento sacudía como si también quisiera entrar a calentarse, estaba atiborrado de camioneros y familias que cenaban al amparo de una atmósfera olorosa a carnitas. Las mesas y sillas eran metálicas y ostentaban una marca de cerveza. Yo me frotaba las manos y de vez en vez, en el huequito que hacía con ellas, soplaba un poco de aire húmedo y tibio que se quedaba pegado a mi piel un rato. Un bigotón de gorra, vestido con pantalones y chamarra de mezclilla, que había iniciado una plática con papá, se refirió al halo lunar: “Significa que viene una helada”. En ese momento no pude entender cómo podría hacer más frío del que ya sentía. Pero sucedió: Concepción del Oro se heló tanto que las sombras bajo la luna se quebraban con el viento.

            Y luego, la helada nos alcanzó a nosotros.


No recuerdo cuál fue nuestro último viaje por carretera, en familia. Mis padres se divorciaron tiempo después del vaticinio del camionero y las visitas a Guadalajara terminaron. Yo me volví más retraído y callado de lo que ya era. Me torné huraño. Sin embargo, los libros me salvaron, extendieron los viajes de mi infancia y, en cierto modo, se convirtieron en una visita inesperada a la vera del camino. Gracias a los libros, pude entender la amistad y la alegría que sentían aquellas gentes solitarias que nos atendían cuando papá decidía llegar, con su familia a cuestas, a sus restaurantes abandonados en medio de la nada.

*Concepción del Oro, Zacatecas, México.