Al doblar la esquina, El Simio estaba ahí, como cada
mañana, con sus halcones. Era la única parte del trayecto que Elvira odiaba al
ir a su trabajo: por desgracia la calle era la salida y entrada a la colonia,
así que, para ir al libramiento a tomar el pesero, debía cruzarla. Era inútil
tratar de evadirlos; la acechaban. Al
verla venir, los cinco se distribuyeron a ambos lados de la entrada –un enorme
arco, lleno de cicatrices de incontables balaceras, que se caía a pedazos– y luego
la abordaron con “¡Mamacita, qué buenas tetas!”, “¡Qué buen culo!”, sitios a los
cuales las manos acudieron obscenas, tumultuosas, sudorosas.
Elvira
se volvió un remolino de jalones, gritos y bolsazos que la libraron del ataque.
Entonces la pandilla estalló en un alboroto de carcajadas. El Simio se adelantó,
sacó una pistola y con la otra mano, desafiante, se agarró los genitales,
mostrándole la lengua.
—Con pistola son muy valientes —le dijo una voz de anciano,
cargada de odio e impotencia. Elvira no la pudo reconocer en la oscuridad de la
mañana.
La
madrugada siguiente, Elvira despertó tirándose al piso por el bramido de una
metralleta disparada frente a su casa. De pronto se encontró en medio de una
confusión de vidrios rotos, gritos, disparos, todos los perros de la colonia y,
a lo lejos, hacia la temida entrada, granadazos. Se arrastró hasta la sala y se
quedó junto a la puerta de la vivienda.
—¡Ahí vienen los marinos! —lloró afuera, con espanto, una
voz joven cuyo horror se repitió en las de otros huercos.
Luego
el corredero. Los delincuentes huían hacia el fondo del fraccionamiento
mientras otros tocaban las puertas de las casas, pidiendo ayuda.
—¡Por
amor de Dios, ábranme! —rogó la de El Simio ante la de Elvira—. ¡Ábranme estoy
herido! —tocaba desesperado.
Elvira
vio la sombra de El Simio en la rendija bajo la puerta: estaba bocabajo, en el
piso. Por un instante, el instinto de piedad casi la convence de abrir. Luego
vio la silueta de alguien que se acercó, de pie. El Simio se volteó.
—¡No
dispare! ¡Estoy herido! ¡Estoy herido!
—Yo te voy a dar tu medicina, cabrón —dijo
la voz marcial—. Con pistola son muy valientes, ¿verdad? —Luego
se escuchó un disparo—. Llévense a este pendejo —dijo—. Ya lo curé.
Varias sombras arrastraron el cuerpo de El
Simio. Luego un chorro de agua lavó la sangre del piso.