domingo, 4 de septiembre de 2016

Noche

moonlit-shadow-night-trees
Tomo el canto de los grillos.
Bajo el pasto los caracoles reptan al lecho
Las estrellas ríen con luz titilante.
El cricrí entre mis manos
Cosquillea
Como el sol acaricia la madrugada.
Abro mis palmas y surge,
No el día,
No las horas despertadas.
Brota un raspar de patas
Que intenta una oración
Un llamado inútil
En medio de la noche.
La Noche

jueves, 4 de agosto de 2016

La cosa más rara que vi hoy


El 4 de julio escribí Escarabajo verde. Su título original era "La cosa más rara que vi hoy"; luego, lo cambié, no recuerdo la razón. El 31 de julio, mi esposa y yo nos topamos con el coche y le tomamos varias fotos: #LaCosaMasRaraQueViHoy. Carne asada donde sea.

martes, 2 de agosto de 2016

Recuerdos II


Qué razón tenía Gabriel García Márquez cuando dijo: La vida no es lo que uno vivió, sino lo que recuerda. Días después de escribir mi entrada Recuerdos I me di a la tarea de corroborar detalles que mencioné en ella y descubrí que muchos de ellos no eran exactos. El hecho despertó mi curiosidad. ¿Entonces qué recordaba? ¿Una mentira, una ficción? ¿Dónde había quedado la realidad que viví? ¿Cómo debería tomar, de ahora en adelante, el resto de mis vivencias, de mis memorias?
Las trampas de la mente al retroceder en el tiempo son intrincadas, uno se interna en un laberinto de paredes que flotan en la realidad nebulosa de Schrödinger. Tal vez nuestros recuerdos son cuánticos y saltan entre esta y otras realidades atómicas, creando vivencias, sueños y pesadillas. Es una posibilidad que me gusta, pero ficticia.
Pienso en un viajero que tras leer Recuerdos I decide visitar los lugares que describo. Qué decepción —o acaso tristeza— sentiría al toparse con la realidad y no con mis recuerdos.

sábado, 30 de julio de 2016

Recuerdos I

En mi pre-adolescencia, papá solía llevarnos a Linares, donde el negocio de mi abuelo tenía camiones que cargaban barita y calcita pulverizadas en un molino local. Entraño muchos recuerdos de esa época. Experiencias que se presentan en mis sueños y en mis textos.
El "rancho" de papá estaba en las afueras de Linares, junto a la carretera. Al otro lado de ella, un arroyo de agua caliente brotaba del suelo bordeándola; metros adelante, se hundía en la tierra, permitiendo un paso hacia el bosque para los coches, a cuyo extremo el arroyo enterrado parecía continuar su curso. Pero no era así: se trataba de un arroyo distinto, una corriente de agua helada.
Otro recuerdo que guardo es la carretera perdiéndose en las estribaciones de la sierra hacia Galeana. (En un punto de ella, a veces nos deteníamos a desayunar en una cabaña. Jamás probé guisados ni tortillas hechas a mano de sabores irrepetibles que perdurarán en mi memoria) La carretera hacia Galeana. Un montón de cerros parecen jalar el largo hilo de asfalto hacia una cerrería agreste, rocosa, gris salpicada de verde. Huele a monte. Galeana está en lo alto, recuerdo, entre el frío y el verde de buganvilias monstruosas que han engullido las casas blancas de techos de teja de barro. Calles empedradas y el cielo azul a la mano. Uno podría tomar las estrellas durante las noches para marcar los cuadros de las cartas de la lotería, o podría, simplemente, tirarse en las alturas para ver el mundo entero, allá abajo, en la oscuridad de las montañas. El silencio aquí calla, abre paso a la música del cielo.
Recuerdo un relieve tallado en la montaña. Enorme, azteca.
Iturbide está en el extremo contrario del camino. Un pueblito desmoronándose casa a casa hacia el vacío. Ahí tenté los cuernos aterciopelados de un cervatillo y retraté una tarántula con una cámara desechable cuyos negativos jamás pude revelar.
En Linares conocí a una niña que vivía cerca de la iglesia, cumplía años el 27 de agosto (desde ese día me aficioné a los números y sus cábalas imposibles), probé las natillas (dulces de leche quemada) y las glorias (natillas con nuez), visité la casa de un amigo de papá hundida en los naranjales y probé los jocoques. En una llantera, junto al tambo partido a la mitad, lleno de agua para probar los neumáticos, supe qué eran los tordos y las brujas de La Petaca. Un día, en el molino, atrapamos una; transfigurada en lechuza... o acaso era un ave que perdió el rumbo por culpa de las luces del molino que apagaban la noche. (Murió, sin comer ni beber, encerrada en una jaula cuando íbamos rumbo a Guadalajara en la combi de papá).
La Petaca, recuerdo, era un montón de casitas insignificantes. "Cómo pueden vivir aquí las brujas", pensé. Se parecía a Reynosa: polvosa, caliente, normal. Sin brujas ni fantasías. Normal, reitero. Nada extraordinario.
Cerro Prieto: un enorme mar azul, redondo, brillando en la blancura de un desierto de tierra blanca, valga la redundancia. El calor ahí era más blanco que azul, se pegaba a los labios y a los ojos. El agua de Cerro Prieto es una aparición: flota en el vaho del calor que transpira la tierra blanca: un espejismo. (Pescamos en Cerro Prieto peces imaginarios que no recuerdo.) Lo rodean, esqueletos de árboles, de pájaros exhibiendo su osamenta entre sus ramas; sal. Pieles bronceadas y anegradas; asoleadas. El agua es una masa azul sobre la que caminan sin descanso las angustias y los ojos. El oído se acostumbra al silencio de Cerro Prieto, que grita más que el cielo y la tierra blanca. Las estrellas aquí no son de fiar; si son fugaces, seguro son brujas expulsadas de La Petaca, o una constelación rendida por el calor.

lunes, 4 de julio de 2016

Escarabajo verde


Hoy vi un bocho verde que tenía soldado en la defensa trasera un tubo que sostenía un pequeño cilindro de gas convertido en asador.

domingo, 12 de junio de 2016

Comentarios sobre Vasodilatador de Joel Plata


Conocí el libro de Joel Plata, la división y otros muertos, por las redes sociales.

Los poemas de esta obra abren el entendimiento a una nueva manera de vivir el mundo. Joel pone en palabras asuntos cotidianos ya sin su cariz normal. En Vasodilatador, mi poema favorito, escribe:

El día vino a sacudir su cabellera a mi ventana
el aire es un avestruz escondiendo la cabeza
en un semáforo

Tres líneas bastan para situarlo a uno al volante frente a la interminable luz roja de las calles que impiden avanzar, respirar. Esperar el paso ante un semáforo, como dice el título del poema, dilata los vasos sanguíneos, eleva la presión de la sangre, desespera.

Una colt llora un espacio
luces pedunculadas luciendo un huso de viento
metonímicamente supermacho

Tres luces que son balas para quienes no tenemos tiempo, imponen una autoridad, siempre arbitraria, para regir nuestro tránsito por la ciudad, ese ente, ser vivo.

tocamos una pianola muerte (dedicada)
a los túneles o reflejos en la tapa del wc
para contemplarnos

Es en ese momento de espera, de sangre precipitándose al corazón, pobre máquina, que uno ve, cara a cara, la realidad, su propia condición.

la calle bostezando al borde de la acera
verosímil
imposible suspender la osamenta

La espera ante el semáforo es una muerte pequeña, un aburrimiento, un fastidio.

La ciudad no está
se ha suicidado en una botella

Hasta que sólo es uno y la espera, no la ciudad, que ha muerto por propia mano.

sábado, 7 de mayo de 2016

Mitzi, Mitzi araña

Envidio a quienes dicen recordar su primer día de clases. Yo no recuerdo el mío. Supongo que se debe a que, para mí, no fue nada especial, porque no guardo recuerdos traumáticos ni sentimentales de él. No tengo en mi memoria un pedazo de mundo que pueda nombrar “mi primer día de clases”.
                Hay en mi mente, sin embargo, un vendedor de chupirules y de manzanas cubiertas de un caramelo rojo; un día sin nubes lleno de un cielo azul, pero no de sol; una canción de Güinzi, Güinzi araña y las yemas de mis dedos tocándose como una escala de Jacob; una resbaladilla hundida en la sombra; y flores, las múltiples manos moradas de una buganvilia intentando aferrarse al aire, a la luz, a lo que sea.
                Hay un recuerdo: la maestra saliendo del aula; en el pizarrón una plana, la misma que repito en mi cuaderno. La puerta marcando el límite a la oscuridad de los enormes fresnos que cobijan el recinto. Un minuto, tal vez menos, de orden… luego, los cuerpos de los otros, niños y niñas, invadiendo los pasillos entre los mesabancos con sus caras planas a la deriva en medio del desorden, mi cuaderno de doble raya, mi mano, un lápiz en mi palma izquierda, con la que escribía, el dolor, mi llanto, el lápiz amarillo ensartado como una flecha en la piel de mi mano.
                El llanto. El desorden. El dolor.
                Las caras de la directora y de mi maestra, en la Dirección, rojas y duras como el caramelo de las golosinas que no podía comprar. El cielo, ampliamente azul, sin nubes. El señor de los chupirules, bastón-palo en mano ensartado de manzanas acarameladas, en silencio, con su rostro moreno y sudado. En silencio. Mi mano vendada.
                La lluvia de Güinzi-Güinzi Araña borbotea en mi mente.
El llanto y el dolor; la araña y la lluvia; la escala de Jacob; el sol a la deriva en la soledad azul; las buganvilias como dioses hindúes aferrándose a la eternidad; el lápiz; la sangre; la plana incompleta... Mi primer día de clases.

viernes, 5 de febrero de 2016

Un sueño

Soñé que iba a presentar un libro ajeno junto a Mónica Lavín. A minutos del evento, era la primera vez que yo lo leía. Presa del miedo, comencé por el prólogo, luego un cuento y otro y otro, hasta que mis manos empezaron a pasar las páginas y a sudar. Entonces, Mónica tomó mi hombro y me dijo: "No te compliques. La mente de una doctora está fuera de este mundo".
Una doctora... Fuera de este mundo. En el sueño razoné que el argumento tenía lógica y peso. Mi mente "real" concluyó que el libro era de Cristina Rivera Garza. Después de todo, estaba soñando. Una historia como cualquiera en la que todo puede suceder, contada por mí y para mí.
El libro tenía pastas rosas y era del grosor de mi dedo: más de cien páginas. Una doctora, pensé -no sé si en el sueño o fuera de él-, una doctora cuya mente está fuera del mundo.
Mónica, toda elegancia y buenos modales, cabello bien peinado y uñas recién pintadas, nítidas como las flores, me sonrió. Carraspeé para aclarar la voz.
Tomé el asiento central de la mesa y levanté la mirada. Un montón de sillas vacías. Mónica Lavín a mi lado, el libro rosa de crg en mis manos.
Desperté.

viernes, 29 de enero de 2016

Amanecer








Hoy, dentro del coche, vi el amanecer. Miraba hacia el sur. El cielo clareaba desde el noreste hacia el sudoeste. A mis espaldas: la oscuridad. Entonces, recordé un video publicado en Twitter por la NASA donde se distingue la línea de sombra del amanecer y el atardecer: no va directamente de norte a sur. Más bien es una recta inclinada cuya dirección se modifica conforme avanza el año a través de las estaciones.

Ahora que conozco la dirección de la línea del amanecer, me es fácil distinguirla en el firmamento. Siempre estuvo ahí, ante mis ojos. Pero yo no la veía.

Echa un vistazo al Tweet de la NASA para ver la línea de sombra del amanecer (segundos 8, 22 y 37) y del ocaso (segundos 0, 12, 26 y 40). Es fácil apreciar que la noche dura más que el día, típico durante el invierno.

Nota: la publicación original de la NASA es sobre los efectos de El Niño. Yo uso el video como un apoyo para ver la línea del amanecer y de la noche.


 @NASA: https://twitter.com/NASA/status/685594204479737856?s=09

lunes, 25 de enero de 2016

Nunca más


La primera vez que leí El cuervo fue en una estética, en los noventa. El libro estaba enterrado en una pila de revistas TV y Novelas. Lo leí al pie de un televisor, mientras la dueña hacía un permanente, muy popular entonces.
Yo no sabía lo que era el busto de Palas, jamás había escuchado del nepente. Leí el texto varias veces. Me intrigaba el hecho de que un cuervo hablara, que lo hiciera infundiendo terror, en un poema. En Reynosa existen las hurracas, cuervos menores, ordinarios. Sus graznidos sólo dan tristeza, cuando mucho. Sus cuerpos, lástima.
Había escuchado que los cuervos eran aves inteligentes. Que sabían abrir las cremalleras de los equipajes en algún parque de Estados Unidos para robar la comida. Pero, ¿que hablaran?
Hace unas semanas mi padre me contó que él iba a la misma estética (mis padres están divorciados desde los ochenta). Me contó sobre lo bien que la mujer cortaba el cabello. Lo barato que costaba el corte. Cuando él me dio santo y seña sobre el lugar, pensé en el poema de Poe. En el estribillo del cuervo.
Hoy mi hijo mayor, de veinte años, me dijo que no había entendido el escrito. Tomé el libro que reúne las obras completas de Édgar Allan Poe y releí el texto. No tengo un dintel ni un Palas, tampoco una Leonora... pero el cuervo está justo frente a mí. Con sus ojillos rojos y el graznido de su voz hurgando los rincones de mis recuerdos. Trixie, mi gata, me acompaña, inquieta. Estoy seguro de que escucha la voz del ave de ébano pronunciando el nombre de esa mujer perdida en los brazos de la muerte. Esa mujer cuyo fantasma flota en los versos de Poe.
Nunca más, Never more.
¿Cómo explicarle a mi hijo que El cuervo es una metáfora del pasado?