sábado, 7 de mayo de 2016

Mitzi, Mitzi araña

Envidio a quienes dicen recordar su primer día de clases. Yo no recuerdo el mío. Supongo que se debe a que, para mí, no fue nada especial, porque no guardo recuerdos traumáticos ni sentimentales de él. No tengo en mi memoria un pedazo de mundo que pueda nombrar “mi primer día de clases”.
                Hay en mi mente, sin embargo, un vendedor de chupirules y de manzanas cubiertas de un caramelo rojo; un día sin nubes lleno de un cielo azul, pero no de sol; una canción de Güinzi, Güinzi araña y las yemas de mis dedos tocándose como una escala de Jacob; una resbaladilla hundida en la sombra; y flores, las múltiples manos moradas de una buganvilia intentando aferrarse al aire, a la luz, a lo que sea.
                Hay un recuerdo: la maestra saliendo del aula; en el pizarrón una plana, la misma que repito en mi cuaderno. La puerta marcando el límite a la oscuridad de los enormes fresnos que cobijan el recinto. Un minuto, tal vez menos, de orden… luego, los cuerpos de los otros, niños y niñas, invadiendo los pasillos entre los mesabancos con sus caras planas a la deriva en medio del desorden, mi cuaderno de doble raya, mi mano, un lápiz en mi palma izquierda, con la que escribía, el dolor, mi llanto, el lápiz amarillo ensartado como una flecha en la piel de mi mano.
                El llanto. El desorden. El dolor.
                Las caras de la directora y de mi maestra, en la Dirección, rojas y duras como el caramelo de las golosinas que no podía comprar. El cielo, ampliamente azul, sin nubes. El señor de los chupirules, bastón-palo en mano ensartado de manzanas acarameladas, en silencio, con su rostro moreno y sudado. En silencio. Mi mano vendada.
                La lluvia de Güinzi-Güinzi Araña borbotea en mi mente.
El llanto y el dolor; la araña y la lluvia; la escala de Jacob; el sol a la deriva en la soledad azul; las buganvilias como dioses hindúes aferrándose a la eternidad; el lápiz; la sangre; la plana incompleta... Mi primer día de clases.