miércoles, 4 de diciembre de 2019

Ficción 041219


Ese mediodía, mientras comía su lonche en la cafetería, Bernardo Diez alcanzó el nirvana. Al principio pensó que le bajaba la presión y se levantó de la mesa para ir a Enfermería, pero a mitad del camino su mente se detuvo y su cuerpo se despojó de su ego. Entonces La Iluminación lo golpeó. Supo que no debía más estar ahí, esclavizado en un sistema monstruoso de números y datos. Tomó la salida de emergencia más cercana y salió al estacionamiento de la maquiladora. La alarma sonó. Varios guardias de seguridad trataron de interceptarlo. Bernardo Diez los evitó sermoneándolos con invitaciones al autoconocimiento, a la autoaceptación, al perdón. Ya en la calle se introdujo en la corriente de carros y camiones y detuvo su tránsito levantando las manos como un Moisés en medio del Mar Rojo. Las aguas de autos le abrieron paso y cruzó a la orilla contraria.

El sol calaba, una masa de calor exprimía su cuerpo. Llegó hasta la parada de las peseras y habló a un grupo de desempleados y obreros trasnochados: "Libertad, hermanos. Libertad. Rompan las cadenas". Los presentes, mayormente mujeres, lo miraron como quien ve un pedazo de mierda. "Libertad". Un café hirviendo brotó del grupo y bañó a Bernardo Diez.

El nirvana lo ayudó a esquivarlo. Patadas y mentadas de madre trataron de alcanzarlo. Pero Bernardo estaba en su centro, desapegado del mundo real. Fluyó como un río de piel entre la gente, incólume. La pesera llegó crujiendo su esqueleto metálico, chatarra. El grupo lo abordó atropellándose, peleando los asientos desocupados, en un bosque de piernas y brazos sudados o perfumados.

Bernardo Diez buscó la sombra de un mezquite, sobre la alfombra parda de un pasto moribundo. Ahí se sentó en loto y meditó. 

¿Qué piensa una mente liberada, en un cuerpo iluminado, en el nirvana?

La mente no existe, ni el ego. Bernardo Diez, nuestro protagonista, ya no era él. Sino un ser libre. La historia dejó de escribirse al principio, cuando Bernardo Diez almorzaba en la cafetería y alcanzó la Iluminación.

Imagen: Punto Karma.

sábado, 25 de mayo de 2019

El veterinario

Al doblar la esquina, El Simio estaba ahí, como cada mañana, con sus halcones. Era la única parte del trayecto que Elvira odiaba al ir a su trabajo: por desgracia la calle era la salida y entrada a la colonia, así que, para ir al libramiento a tomar el pesero, debía cruzarla. Era inútil tratar de evadirlos; la acechaban.  Al verla venir, los cinco se distribuyeron a ambos lados de la entrada –un enorme arco, lleno de cicatrices de incontables balaceras, que se caía a pedazos– y luego la abordaron con “¡Mamacita, qué buenas tetas!”, “¡Qué buen culo!”, sitios a los cuales las manos acudieron obscenas, tumultuosas, sudorosas.

            Elvira se volvió un remolino de jalones, gritos y bolsazos que la libraron del ataque. Entonces la pandilla estalló en un alboroto de carcajadas. El Simio se adelantó, sacó una pistola y con la otra mano, desafiante, se agarró los genitales, mostrándole la lengua.

            —Con pistola son muy valientes —le dijo una voz de anciano, cargada de odio e impotencia. Elvira no la pudo reconocer en la oscuridad de la mañana.

            La madrugada siguiente, Elvira despertó tirándose al piso por el bramido de una metralleta disparada frente a su casa. De pronto se encontró en medio de una confusión de vidrios rotos, gritos, disparos, todos los perros de la colonia y, a lo lejos, hacia la temida entrada, granadazos. Se arrastró hasta la sala y se quedó junto a la puerta de la vivienda.

            —¡Ahí vienen los marinos! —lloró afuera, con espanto, una voz joven cuyo horror se repitió en las de otros huercos.

            Luego el corredero. Los delincuentes huían hacia el fondo del fraccionamiento mientras otros tocaban las puertas de las casas, pidiendo ayuda.

            —¡Por amor de Dios, ábranme! —rogó la de El Simio ante la de Elvira—. ¡Ábranme estoy herido! —tocaba desesperado.

            Elvira vio la sombra de El Simio en la rendija bajo la puerta: estaba bocabajo, en el piso. Por un instante, el instinto de piedad casi la convence de abrir. Luego vio la silueta de alguien que se acercó, de pie. El Simio se volteó.

            —¡No dispare! ¡Estoy herido! ¡Estoy herido!

—Yo te voy a dar tu medicina, cabrón —dijo la voz marcial—. Con pistola son muy valientes, ¿verdad? —Luego se escuchó un disparo—. Llévense a este pendejo —dijo—. Ya lo curé.


Varias sombras arrastraron el cuerpo de El Simio. Luego un chorro de agua lavó la sangre del piso.