martes, 14 de octubre de 2014

Madre... ¿sólo hay una?

Hoy me sentí impotente. Un vecino -quizá un adolescente, no lo sé- tenía en el piso a un niño de unos tres o cuatro años. La escoba sobre él. El niño gritaba: "Quiero decirle algo a mi mamá", varias veces.

El vecino es familiar de un criminal (sobra especificar de cuál). Tuve que tragarme la rabia, las ganas de correr y enfrentarlo, de palabra, a grito abierto. 

Tengo tres hijos. En el barrio todos me conocen.

Clavé mi mirada en ese engendro, en esa bestia... ignoro si, entre las sombras, vio que lo miraba.

Al final lo soltó. El infante corrió subiéndose los pantaloncillos. Me indigné, odié este mundo... maldije contra todo y contra todos.

¿En dónde estaba la madre de ese bebé?

Sobre las plantas


No recuerdo la primera vez que me interesó una planta: cuidarla, regarla. Esperar sus flores, sus frutos. Que creciera y ver su sombra tendida en el suelo, fresca. Tendría cuatro años cuando comí el pistilo amargo de un alcatraz y acaso uno más cuando tuve la ocurrencia de tocar la hoja aterciopelada de un opuntia: un nopalito de ornato cubierto de espinas diminutas que se enterraron en la palma de mi mano por cientos. Este evento pudo haberme instilado un temor hacia las plantas: tocarlas duele. Como esa vez que toqué una ortiga y el ardor de mi palma no se calmó en horas. Todo esto podría haberme traumado, pero no fue así.
Primero, encontré placer en memorizar los nombres científicos de las plantas que abundaban en el jardín de mamá: eran cientos, literalmente, y todas tenían apelativos extraños que descubrí en los libros y que han permanecido intactos en mi memoria. Después me gustó saber si eran de sol, media sombra o sombra total; si daban flores, frutos o no daban nada pero embellecían un rincón con su aromática presencia, silenciosa; misteriosa.
Yo no tengo el jardín enorme de mamá en mi casa, pero sí uno pequeño y exuberante que despierta la envidia de mis vecinas, a quienes el peso de los años les ha dejado poco en qué entretenerse.
Mi abuela decía (refiriéndose a cuidar un jardín en casa): las plantas alargan la vida. Pienso que tenía la razón: no en balde fueron durante eones, millones de años antes de la aparición de los animales, los únicos seres vivos que habitaron la Tierra como monarcas perennes, inamovibles. Casi eternos.

Por eso creo que llenar de plantas un rincón yermo –como el que era el de mi casa– es inundarlo de vida, de una belleza que requiere, más que cuidados, devoción y entrega. Porque las plantas, aunque mudas, conquistan el espacio con sus cuerpos, con sus flores, sus aromas y sus frutos. Con ese silencio luminoso que agrada no solo a la pupila y al olfato, sino que penetra hondo en el espíritu y le recuerda a uno que está vivo; y que la eternidad está a la mano: en una planta.

domingo, 12 de octubre de 2014

El viejo

La tarde, cálida y húmeda, moría entre nubes naranjas. Hacía rato que había escampado, respirar ese aire nítido y limpio que la lluvia había dejado daba las fuerzas necesarias para superar el caos de la ciudad anegada.

Me dirigía a casa cuando el chubasco me pescó a diez cuadras de distancia. La calle se había convertido en un río desbordado sobre las banquetas, donde apenas había un lugar para poner el pie sin que el agua se le trepara a uno por las piernas. Ya no sabía yo si mis ropas escurrían o era el río que trataba de atraparme. Pero estaba decidido a llegar.

En el Este, donde las nubes ardían, comenzaba a levantarse un arco iris. Mi casa estaba en lo alto de la loma por la que el río y la calle se precipitaban. Ir cuesta arriba, contra la corriente y la pendiente empinada, me resultaba difícil, a mí: un viejo que había salido a caminar y ahora luchaba por regresar a salvo a casa.

Un coche venía de bajada, levantando dos olas grandes a sus costados; parecía que surfeaba. Cuando pasó junto a mí me mojó por completo pero más me calaron las burlas de los jóvenes que iban en él. “¡Anciano!” fue la única palabra que pude entender entre sus gritos y risas.

No siempre fui un anciano. Ser viejo es algo que me sucedió con los años, algo que sabía que iba a llegar y cuando llegó me sorprendió de todos modos. Mi cuerpo dejó de ser aquel que era yo, o el que pensaba que yo sería siempre… pero no, uno con los años se acaba, se va arrugando, llenándose de canas, de aniversarios, de recuerdos y de difuntos. Luego aparecen los jóvenes, los días interminables, las noches insufribles y la soledad… eterna compañera.

No supe, o más bien, no acepté que envejecía a pesar de los hilos de plata y de los pliegues en la piel que me iban brotando. No. Sucedió cuando Anita, mi esposa, murió una mañana de diciembre antes de Navidad. No habíamos tenido hijos, sólo nos teníamos uno al otro… hasta ese día en que la perdí. Miré lo que habían sido nuestras vidas juntos. Ese peregrinaje hacia un fin común pero al que se llega a solas, a tientas.

La extrañaba y nunca dejé de hacerlo después de su muerte. De Anita sólo me quedaban sus recuerdos y la casa que coronaba la loma.

¡De veras que había llovido mucho! El río no dejaba de correr, los bordes de la banqueta no aparecían, solo se veía la superficie activa, líquida, de la masa de agua desbordándose cuesta abajo.
A mitad del camino, el río pareció reducirse. En el Este, la cima de la calle, el arco iris reverberaba con una brillantez de siete colores que parecían cantar luz. Un aroma húmedo, de aire recién lavado, rodó cuesta abajo y me cubrió con un manto frío que hizo mi ascenso, rumbo a casa, más pesado. A pesar del agua, del frío, de la soledad, estaba decidido a llegar: aunque fuese un viejo, un anciano empapado por el exceso de años.

Anita solía esperarme en el jardín de la entrada de la casa todas las tardes, cuando yo volvía del trabajo. El jardín era un pequeño espacio conquistado por rosales, geranios y otras plantas de sol que, en la cumbre de la loma, casi lo tocaban con sus ramas y flores. Pudimos haber plantado árboles frutales y otros enormes, sólo para conseguir una canasta de frutas de temporada y una sombra amable que hiciera los días de verano más llevaderos. Pero ella, Anita, no quiso. Decía que la penumbra era el principio de la oscuridad y que los árboles levantarían la casa con sus ramas, arrancándola de la tierra. “Tanto sacrificio que nos ha costado, como para abandonarla a la suerte de las plantas”, decía.

La verdad es que Anita no era amiga de los árboles. Les temía del mismo modo que temía la oscuridad. La noche era lo peor que nos podía caer en la casa: ni la multitud de estrellas ni la luna que despeinaba con sus rayos la cima de la loma, pudieron espantarle el miedo. La noche, cargada de espantos desconocidos, era un monstruo que nos acechaba más allá de la puerta.

Las noches lluviosas eran lo peor. Era cuando la oscuridad se apoderaba del mundo y penetraba los sueños con su maldad líquida. Esas ocasiones, Anita no dormía. Encendía velas por si la electricidad se perdía y se enroscaba en la cama con los ojos bien abiertos, esperando el día.

Al principio, su miedo irracional me inquietaba. Pero los años contribuyeron a suavizar el temor hasta convertirlo en rutina. Yo amaba a Anita, a pesar de sus manías. Hasta que se murió.

Sucedió durante su último otoño. Semanas antes me había dicho que no podía oler nada y que había perdido el sentido del gusto. La vida le olía y sabía a vacío: fuera que la probara con la piel, el alma o la respirara. Su cuerpo no recibía los estímulos que cualquier ser humano sano detectaba sin dificultad.

Entonces yo no entendía. Después supe que estaba muerta en vida.
La noche de su muerte cayó un chubasco que casi desgajó la loma. El agua corría por las calles como si fueran las venas cansadas de la ciudad. El cielo era un escándalo de truenos y de relámpagos que parecían haber venido por Anita.

Ella llevaba postrada dos semanas y, a penas, tenía fuerzas para respirar, para abrir los ojos y colocar su mirada en mí. Yo tomaba su mano, una tristeza enorme, pesada, me había robado la voz y las esperanzas. Saber que pronto me dejaría solo, que ella se iría y yo no podría hacer nada para impedirlo, me llevó al límite.

Tal vez fue el miedo. Tal vez la inexperiencia ante la pérdida de la mitad de mi cuerpo, de mi alma. Pero no pude evitar lo que hice.

Anita, agotada, me miró y con esos ojos que solían hablarme de amor y de paz, con esa mirada que muchas veces me reprendió, me dijo: mátame, no soporto más.

Llovía. Los truenos tenían el ímpetu de un huracán y la lluvia taladraba la tierra con una multitud de pisadas que no dejaban dormir al mismo diablo.
“Mátame”… “Mátame”.

No me atreví.

Me arrepiento de no haberlo hecho. Porque la noche lluviosa se la llevó. Mis manos hubieran podido liberarla de sus miedos, de la oscuridad… pero yo no tuve el valor de enfrentar el espanto.
Apagué la luz y, sin soltar su mano, la dejé morir en medio de lo que ella más temía.

Hoy llevo esta giba de remordimientos. Solo soy un viejo que intenta llegar a la soledad de su casa. A dos calles de ella el suelo está seco. Así ha sido desde la muerte de Anita: en casa la lluvia no se presenta, ni los truenos, ni la noche de espanto. Suficiente tengo con la oscuridad que mis manos no pudieron arrancar de mi esposa.

lunes, 6 de octubre de 2014

Voz y realidad

Quiero arrancarle a la realidad esa voz
que no me deja dormir,
ese sonido que no sé si es un grito
o un canto...
Un lamento que intenta descarrilar al sol.

Quiero tomarla de las manos,
a la realidad,
y sentarla en esto que otros llaman vida,
existencia, 
tránsito en medio de otras voces, pequeñas.

Quiero escupirla,
arrancármela de la piel, de este cuerpo
que nos pertenece a ambos
y a la vez a ninguno.

Porque yo soy dueño de él,
de mi cuerpo,
de lo que siento y padezco,
de lo que añoro y vivo en sueños...
en la realidad,
en brazos de ella,
gracias a ella.

La necesito, es verdad,
me necesita porque tiene mi voz,
no me la entrega...

Vago mudo por el mundo,
con los ojos bien abiertos
y los oídos inquietos,
necesitados de vida
en esta esquina de soledad,
de tránsito y existencia.

Mi voz está ahí,
a mi alcance,
me habla desde lejos,
desde la oscuridad.

Dios es mudo,
un silencio que busca
hacerse escuchar,
que intenta resonar
a través de mi voz.
Me necesita para existir,
para ser alguien en mi vida.

Pero yo a él no,
porque yo no soy mudo,
ni ciego, ni sordo...
escucho mi voz,
la veo reverberar
en mis miedos, en estas ausencias
que llenan mi vacío.

Ahí, justo ahí,
va mi voz.

Repta,
seductora,
en las telarañas
de mi mente,
en esta piel que no ha
olvidado erizarse,
porque hoy, sólo hoy, estoy vivo.

viernes, 3 de octubre de 2014

Disputa entre un hombre y su ba (alma)

Hace 4,164 años, aproximadamente, la monarquía egipcia atravesaba una severa crisis política y social que estuvo a punto de aniquilarla. De este periodo histórico, conocido como Primer Periodo Intermedio, surgió lo que hoy se conoce como literatura del pesimismo, textos filosóficos que cuestionaban el orden religioso y político de la época. 

Uno de esos escritos es el poema "Disputa entre un hombre y su ba (alma)". Es un texto que transmite la angustia ante la desolación, decadencia y destrucción que imperaban en la sociedad egipcia de entonces. El colapso ocurrió después de un periodo de bonanza de la monarquía. El orden social, la seguridad y el alimento fueron borrados de la vida cotidiana y, en su lugar, aparecieron el caos, el crimen y el desmoronamiento religioso y político.

Por si esto fuera poco, la alteración que los egipcios hicieron en el curso del río Nilo provocó uno de los desastres ambientales más destructivos, que derivó en una hambruna letal que orilló, según otro texto (Las admoniciones de Ipuwer), en horrores como el canibalismo: "Todo el Alto Egipto se moría de hambre, hasta el punto de que todo hombre se comía a sus hijos".

Eran tiempos de terror y muerte, de decepción.

¿Qué debe hacer el hombre cuando todo orden en el que creía es aniquilado por la realidad y por las consecuencias de sus acciones? Entendamos como "realidad" la Naturaleza y su propio curso, ajeno al ser humano. ¿Qué debes hacer tú cuando el caos se apodera de tu vida?

En México, hoy vivimos tiempos de crimen e injusticia. La realidad nos ha demostrado que nuestra sociedad ha estado fincada en una ilusión que llamamos "Estado" y "Democracia". Hemos sido adiestrados en que la civilización es el camino hacia la felicidad. ¿Pero cuál felicidad? ¿La humana? ¿La real?

Yo te pregunto a ti, lector, ¿acaso no anhelas esas noches en las que podías salir a la calle tranquilamente y caminar sin el temor de ser "levantado"* o asesinado en medio de una balacera?

Ficticia o no, esa "felicidad", esa bonanza social que devino de la Revolución del siglo pasado, nos daba una seguridad que hoy extrañamos hasta los huesos. Estos tiempos nos dicen que no hay ilusión más grande y gratificante que la de creer en un mundo mejor, construido por nosotros mismos, con nuestras manos, ladrillo a ladrillo, cicatriz a cicatriz.

Sin embargo, para creer hay que tener el estómago lleno, una casa, un trabajo y una calle en la qué caminar durante las noches de insomnio. Para creer no bastan las palabras, se necesita que la realidad nos acompañe en el camino.

El transfondo del poema "Disputa entre un hombre y su alma", revela la crisis ante la que nos enfrentamos todos los seres humanos cuando nuestra área de confort es sustituida por el caos.  Me sorprende la modernidad del texto y me hace pensar que, a pesar de los avances tecnológicos, el hombre no ha crecido nada. No ha entendido nada.

"Vanitas vanitatum et omnia vanitas", dijo Salomón, siglos después de la tragedia egipcia. Todo es vanidad.

A continuación, un fragmento del texto "Disputa entre un hombre y su alma":

Esto fue escrito hace más de cuatro mil años. 


Disputa entre un hombre y su alma

"Mi sufrimiento es una carga demasiado pesada para llevarla.

[...]


¿A quién me dirigiré en el día de hoy?

Los hombres saquean.

Todos roban a su compañero.

¿A quién me dirigiré en el día de hoy?

El amigo íntimo es un criminal.

El hermano con el que uno se trata es un enemigo.

¿A quién me dirigiré en el día de hoy?

Nadie es justo.


El país es controlado por malhechores."


Hoy, el reinado egipcio ya no existe. Nos han quedado retazos de su esplendor, de su historia y de su cultura. Salomón y los imperios que lo precedieron (el helénico, el romano, etcétera), han dejado bien claro que nuestra civilización está condenada al olvido, a la desaparición. Así ha sido siempre. 


Hay otras culturas que también han padecido la muerte: la sumeria, la mesopotámica, la minoica, la hindú, la maya, la azteca... existen muchos ejemplos.


La diferencia es que hoy volamos más alto... y nos sentimos tan seguros en la tecnología y la ciencia que damos por sentado que esta seguridad es para siempre. Pero, ¿en verdad es así?


Más allá del cielo prevalece la inmensidad del Universo, la violencia cósmica. 
La humanidad sobrevive en la superficie de una roca que gira alrededor de una estrella insignificante, perdida en la nube estelar de una galaxia. Es en esa insignificancia, en esa vanidad, donde transcurren nuestras vidas.

El poema continúa:



"La muerte se presenta ante mí en el día de hoy


similar a la curación de un enfermo,


similar a salir después de estar confinado.


La muerte se presenta ante mí en el día de hoy


similar a la fragancia de la mirra,


similar a sentarse a cubierto en un día de brisa.


La muerte se presenta ante mí en el día de hoy


similar a un camino bien nivelado,


similar a un hombre que regresa a casa después de la guerra.


La muerte se presenta ante mí en el día de hoy


similar a la luz del cielo


que permite al hombre descubrir lo que no veía.


La muerte se presenta ante mí en el día de hoy


similar a los anhelos de un hombre por ver su casa



tras pasar muchos años en el cautiverio...".



La muerte, ese sino, esa verdad ineludible. Esa casa a la que retornamos.

Nuestra civilización, nuestra realidad, está condenada a la muerte, a la desaparición. Debemos dejar de temer las sombras en las calles, el miedo en sí. A pesar de todo, arriesgarse a traer un pedazo de felicidad al mundo es un buen intento, uno valiente, para invitar a la Eternidad a que nos tome de la mano y nos lleve con ella.


*Levantar: en el argot de los traficantes de droga, secuestrar.

jueves, 2 de octubre de 2014

Angustia

angustia.
(Del lat. angustĭa 'angostura', 'dificultad').

1. f. Aflicción, congoja, ansiedad.
2. f. Temor opresivo sin causa precisa.
3. f. Aprieto, situación apurada.
4. f. Sofoco, sensación de opresión en la región torácica o abdominal.
5. f. Dolor o sufrimiento.
6. f. náuseas (‖ gana de vomitar). U. solo en sing.
7. f. p. us. Estrechez del lugar o del tiempo.




Siete acepciones para una palabra y ninguna alcanza para describir lo que siento antes de salir a las calles de Reynosa. Vamos, dentro de mi casa padezco un sentimiento agobiante, no necesito salir a exponerme. Lo peor de esta situación ha ocurrido frente a mi puerta: soldados acribillando delincuentes, delincuentes secuestrando gente... La RAE se queda corta, mi angustia es más grande que sus conceptos, más vívida que todas las palabras que se puedan escribir.