martes, 14 de octubre de 2014

Sobre las plantas


No recuerdo la primera vez que me interesó una planta: cuidarla, regarla. Esperar sus flores, sus frutos. Que creciera y ver su sombra tendida en el suelo, fresca. Tendría cuatro años cuando comí el pistilo amargo de un alcatraz y acaso uno más cuando tuve la ocurrencia de tocar la hoja aterciopelada de un opuntia: un nopalito de ornato cubierto de espinas diminutas que se enterraron en la palma de mi mano por cientos. Este evento pudo haberme instilado un temor hacia las plantas: tocarlas duele. Como esa vez que toqué una ortiga y el ardor de mi palma no se calmó en horas. Todo esto podría haberme traumado, pero no fue así.
Primero, encontré placer en memorizar los nombres científicos de las plantas que abundaban en el jardín de mamá: eran cientos, literalmente, y todas tenían apelativos extraños que descubrí en los libros y que han permanecido intactos en mi memoria. Después me gustó saber si eran de sol, media sombra o sombra total; si daban flores, frutos o no daban nada pero embellecían un rincón con su aromática presencia, silenciosa; misteriosa.
Yo no tengo el jardín enorme de mamá en mi casa, pero sí uno pequeño y exuberante que despierta la envidia de mis vecinas, a quienes el peso de los años les ha dejado poco en qué entretenerse.
Mi abuela decía (refiriéndose a cuidar un jardín en casa): las plantas alargan la vida. Pienso que tenía la razón: no en balde fueron durante eones, millones de años antes de la aparición de los animales, los únicos seres vivos que habitaron la Tierra como monarcas perennes, inamovibles. Casi eternos.

Por eso creo que llenar de plantas un rincón yermo –como el que era el de mi casa– es inundarlo de vida, de una belleza que requiere, más que cuidados, devoción y entrega. Porque las plantas, aunque mudas, conquistan el espacio con sus cuerpos, con sus flores, sus aromas y sus frutos. Con ese silencio luminoso que agrada no solo a la pupila y al olfato, sino que penetra hondo en el espíritu y le recuerda a uno que está vivo; y que la eternidad está a la mano: en una planta.

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