domingo, 12 de octubre de 2014

El viejo

La tarde, cálida y húmeda, moría entre nubes naranjas. Hacía rato que había escampado, respirar ese aire nítido y limpio que la lluvia había dejado daba las fuerzas necesarias para superar el caos de la ciudad anegada.

Me dirigía a casa cuando el chubasco me pescó a diez cuadras de distancia. La calle se había convertido en un río desbordado sobre las banquetas, donde apenas había un lugar para poner el pie sin que el agua se le trepara a uno por las piernas. Ya no sabía yo si mis ropas escurrían o era el río que trataba de atraparme. Pero estaba decidido a llegar.

En el Este, donde las nubes ardían, comenzaba a levantarse un arco iris. Mi casa estaba en lo alto de la loma por la que el río y la calle se precipitaban. Ir cuesta arriba, contra la corriente y la pendiente empinada, me resultaba difícil, a mí: un viejo que había salido a caminar y ahora luchaba por regresar a salvo a casa.

Un coche venía de bajada, levantando dos olas grandes a sus costados; parecía que surfeaba. Cuando pasó junto a mí me mojó por completo pero más me calaron las burlas de los jóvenes que iban en él. “¡Anciano!” fue la única palabra que pude entender entre sus gritos y risas.

No siempre fui un anciano. Ser viejo es algo que me sucedió con los años, algo que sabía que iba a llegar y cuando llegó me sorprendió de todos modos. Mi cuerpo dejó de ser aquel que era yo, o el que pensaba que yo sería siempre… pero no, uno con los años se acaba, se va arrugando, llenándose de canas, de aniversarios, de recuerdos y de difuntos. Luego aparecen los jóvenes, los días interminables, las noches insufribles y la soledad… eterna compañera.

No supe, o más bien, no acepté que envejecía a pesar de los hilos de plata y de los pliegues en la piel que me iban brotando. No. Sucedió cuando Anita, mi esposa, murió una mañana de diciembre antes de Navidad. No habíamos tenido hijos, sólo nos teníamos uno al otro… hasta ese día en que la perdí. Miré lo que habían sido nuestras vidas juntos. Ese peregrinaje hacia un fin común pero al que se llega a solas, a tientas.

La extrañaba y nunca dejé de hacerlo después de su muerte. De Anita sólo me quedaban sus recuerdos y la casa que coronaba la loma.

¡De veras que había llovido mucho! El río no dejaba de correr, los bordes de la banqueta no aparecían, solo se veía la superficie activa, líquida, de la masa de agua desbordándose cuesta abajo.
A mitad del camino, el río pareció reducirse. En el Este, la cima de la calle, el arco iris reverberaba con una brillantez de siete colores que parecían cantar luz. Un aroma húmedo, de aire recién lavado, rodó cuesta abajo y me cubrió con un manto frío que hizo mi ascenso, rumbo a casa, más pesado. A pesar del agua, del frío, de la soledad, estaba decidido a llegar: aunque fuese un viejo, un anciano empapado por el exceso de años.

Anita solía esperarme en el jardín de la entrada de la casa todas las tardes, cuando yo volvía del trabajo. El jardín era un pequeño espacio conquistado por rosales, geranios y otras plantas de sol que, en la cumbre de la loma, casi lo tocaban con sus ramas y flores. Pudimos haber plantado árboles frutales y otros enormes, sólo para conseguir una canasta de frutas de temporada y una sombra amable que hiciera los días de verano más llevaderos. Pero ella, Anita, no quiso. Decía que la penumbra era el principio de la oscuridad y que los árboles levantarían la casa con sus ramas, arrancándola de la tierra. “Tanto sacrificio que nos ha costado, como para abandonarla a la suerte de las plantas”, decía.

La verdad es que Anita no era amiga de los árboles. Les temía del mismo modo que temía la oscuridad. La noche era lo peor que nos podía caer en la casa: ni la multitud de estrellas ni la luna que despeinaba con sus rayos la cima de la loma, pudieron espantarle el miedo. La noche, cargada de espantos desconocidos, era un monstruo que nos acechaba más allá de la puerta.

Las noches lluviosas eran lo peor. Era cuando la oscuridad se apoderaba del mundo y penetraba los sueños con su maldad líquida. Esas ocasiones, Anita no dormía. Encendía velas por si la electricidad se perdía y se enroscaba en la cama con los ojos bien abiertos, esperando el día.

Al principio, su miedo irracional me inquietaba. Pero los años contribuyeron a suavizar el temor hasta convertirlo en rutina. Yo amaba a Anita, a pesar de sus manías. Hasta que se murió.

Sucedió durante su último otoño. Semanas antes me había dicho que no podía oler nada y que había perdido el sentido del gusto. La vida le olía y sabía a vacío: fuera que la probara con la piel, el alma o la respirara. Su cuerpo no recibía los estímulos que cualquier ser humano sano detectaba sin dificultad.

Entonces yo no entendía. Después supe que estaba muerta en vida.
La noche de su muerte cayó un chubasco que casi desgajó la loma. El agua corría por las calles como si fueran las venas cansadas de la ciudad. El cielo era un escándalo de truenos y de relámpagos que parecían haber venido por Anita.

Ella llevaba postrada dos semanas y, a penas, tenía fuerzas para respirar, para abrir los ojos y colocar su mirada en mí. Yo tomaba su mano, una tristeza enorme, pesada, me había robado la voz y las esperanzas. Saber que pronto me dejaría solo, que ella se iría y yo no podría hacer nada para impedirlo, me llevó al límite.

Tal vez fue el miedo. Tal vez la inexperiencia ante la pérdida de la mitad de mi cuerpo, de mi alma. Pero no pude evitar lo que hice.

Anita, agotada, me miró y con esos ojos que solían hablarme de amor y de paz, con esa mirada que muchas veces me reprendió, me dijo: mátame, no soporto más.

Llovía. Los truenos tenían el ímpetu de un huracán y la lluvia taladraba la tierra con una multitud de pisadas que no dejaban dormir al mismo diablo.
“Mátame”… “Mátame”.

No me atreví.

Me arrepiento de no haberlo hecho. Porque la noche lluviosa se la llevó. Mis manos hubieran podido liberarla de sus miedos, de la oscuridad… pero yo no tuve el valor de enfrentar el espanto.
Apagué la luz y, sin soltar su mano, la dejé morir en medio de lo que ella más temía.

Hoy llevo esta giba de remordimientos. Solo soy un viejo que intenta llegar a la soledad de su casa. A dos calles de ella el suelo está seco. Así ha sido desde la muerte de Anita: en casa la lluvia no se presenta, ni los truenos, ni la noche de espanto. Suficiente tengo con la oscuridad que mis manos no pudieron arrancar de mi esposa.

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