viernes, 10 de noviembre de 2017

Reynosa violenta



He resistido el impulso de escribir sobre la violencia de Reynosa. No me gusta quejarme en público; solo en privado o con mis allegados, íntimos. Pero las secuelas del estrés, de la angustia, están dejando marcas en mí: una colitis aguda, noches de insomnio y de pesadillas cuando logro dormir. No puedo más. Tengo que decirlo: esta no es la vida que conocí.

Hace 17 años tenía dos hijos pequeños. En la zona rosa de Reynosa había centros nocturnos que permanecían abiertos toda la noche. Yo no los visitaba pero sabía que la ciudad tenía una vida nocturna tranquila, festiva y despreocupada. La calle del taco era una efervescencia de olores y sabores a disposición de los trasnochadores. Recuerdo una madrugada de borrachera con mi amigo Pachuco; después de agarrar la jarra en el New West fuimos a una taquería en la calle San Luis de donde me llevé el plato de menudo a casa. Eran los años noventa, mi época de universidad. Pachuco rentaba un cuarto a mamá. Ella se había ido al otro lado no recuerdo la razón. Llegamos ebrios. Abrir el candado del portón fue un desafío; dormir, otro. Pachuco me levantó a caminar por el patio para bajar la peda. Vueltas y vueltas en el jardín hasta que le dije que yo nunca había vomitado, que podía dormir sin problema. En la mañana, mamá llegó y nos encontró crudos. Sorpresa.

En el 2000 recuerdo que Sinaloa era el estado más violento del país. Los asesinatos se contaban por cientos y yo leía los periódicos con morbo. Imaginaba la barbarie como un ente irreal, lejano. Luego, con el señor que le declaró la guerra al narco, con todas sus letras, vino la guerra, la de verdad. Los tiroteos pasaron de ser esporádicos a comunes luego a los periódicos luego al silencio luego a la nada. La realidad no estaba en los medios pero sí en las calles. Una madrugada de 2010 Reynosa despertó con una balacera que todavía recuerdo: mi perro ladrando, los disparos al sur, de metralleta, y explosiones por horas. Esa mañana tenía que cruzar al otro lado para tomar un avión a Georgia. Mis compañeros de trabajo y yo viajamos preocupados. No pretendo hacer crónica ni periodismo. Cuento mi experiencia, nada más. Ese día era el inicio de lo que vivimos hoy.

El 22 de abril de 2017 Reynosa vivió una madrugada de sangre, bloqueos, incendios... recuerdo un cuento que escribí años antes. En él imaginé lo peor: una ciudad en llamas vista desde un avión que llegaba al aeropuerto. La realidad me superó, como sucede a toda ficción. Me pregunto cómo vieron a Reynosa los viajeros que llegaron al aeropuerto ese sábado. Un amigo querido me dijo hace un par de semanas: piensa lo peor, lo que nunca te hayas imaginado, Reynosa lo supera.

Y así es.

Imaginen que tienen que salir al trabajo con la angustia de ser despojado del coche, secuestrado o, en el mejor de los casos, ponchado en una calle. Imaginen las balas en el estacionamiento de un centro comercial, una balacera justo frente al lugar donde laboras, una bala perdida que arrebata hijos deportistas, padres de familia, amigos... Imaginen un gobierno que existe nada más en la constitución política, porque en la realidad de sangre, de miedo, de Reynosa, los vivos y los muertos son tan tercos, pero tan tercos, que desprecian cifras, estrategias, planes, etiquetas; llenan tumbas y corazones y, en el mejor de los casos, memorias.

sábado, 22 de abril de 2017

Diario de recuerdos

En 2004 empecé a escribir en un diario recuerdos de mi infancia. Sólo escribir. Lo primero que viniera a mi mente de esos años. 
La primer entrada está fechada el 16 de julio. Escribí sobre mi maestro Joaquín y cómo él se enamoró de una compañera de trabajo, casada. Un día, ella abandonó la escuela, su carrera docente, al terminar el recreo. Rememoro al maestro Joaquín subiendo a su combi, desesperado. Moreno, ojos rasgados, pelo chino. Alto, con carácter, y un corazón roto que apenas pudo ocultar mientras se disculpaba frente a la clase de tercero, mi salón; un montón de niños. 
La segunda entrada trata sobre un domingo. Está fechada el 18 de noviembre. Norbert, el niño, intenta cambiar mentalmente las luces de los semáforos. De repente, mamá baja del coche y le pega a puño limpio a un fulano que vapuleaba a un niño en la banqueta. "¡Pégame a mí! ¡Pégame a mí!", grita ella. Papá baja para regresarla, como puede, al coche. Norbert se siente seguro con ella. Sólo con mamá. 
La siguiente entrada es sobre lo que considero mi recuerdo más lejano. Una noche que perseguí a un gato negro. Vivíamos en Jojutla, Morelos. El minino, en plena persecución, se detuvo en la acera y volteó a verme; sus ojos brillaron como dos tizones anaranjados. Sentí miedo. Acaso tendría tres años. A pesar de la experiencia, no temo a los gatos. 
El diario continúa. Es un esfuerzo inútil por registrar al niño que fui. 
En este momento, me vienen imágenes de experiencias sobre las que no he escrito. Un dóberman que mató a un niño porque no lo reconoció una noche. Una piñata de celofán llena de globos. Las clases de inglés de mamá en la Casa de la Cultura. Las canciones de Juan Gabriel. El gato siamés del mismo nombre. El cielo del atardecer, llenándose de estrellas. La niña de enfrente coqueteándome en la ventana. Un hombre caminando por la calle con un costal de tela blanco a la espalda una mañana de sábado (¿un ladrón?). Las paredes azules de la casa. Las cortinas largas bloqueando la luz. El fantasma del niño Perico, atropellado hacía muchos años y que se me apareció. El perro Huevín. El colchón incendiado por mi hermana con una vela. El olor a pinol del piso recién trapeado. El programa Sesenta minutos con Jaime Mausán hablando de ovnis. Mi cumpleaños siete con pastel de Mickey Mouse, piñata y niños vecinos, sin regalos. Año 1984. El programa Cosmos, pasado 1985. Mi favorito