sábado, 25 de abril de 2015

El ingeniero Bernardo Diez

El ingeniero Bernardo Diez vive en El Anhelo (ciudad fronteriza que se llama a sí misma "Ciudad Industrial", gracias a un puñado de maquiladoras desperdigadas en el sórdido noreste). Radica en ella desde hace ocho años y, a decir verdad, no le ha ido mal. Tiene casa propia -una pequeña y limpia, sin pretensiones-, coche del año, bien cuidado, que conserva pulcro sólo porque la prolongada sequía lo permite.
Su edad, misma que el cuerpo se empeña en esconder, roza la treintena, pero es el aire de éxtasis de su rostro lo que borra todo trazo temporal. Pareciera que va a existir por siempre. Aunque no es de buena escuela, sus notas académicas flotan tranquilas sobre el promedio. Habla un inglés fluido, pausado, bien pronunciado, con el que arranca sonrisas sinceras a los pocos norteamericanos con quienes trabaja. Es dueño de una honestidad casi inocente que brota sin permiso. No tiene dios, no tiene vicios y tampoco amigos.
Para le empresa es un recurso que hace su trabajo: eficiente, confiable y, sobretodo, barato. Las visitas a la cafetería las hace solo, pero se deja acompañar por quien así lo decida. Puede hacer plática con operarios, técnicos, colegas o gerentes, cuyo contexto procura mantener lejos del plano personal, con un respeto agradable y elegante que, para su mala suerte, invita al interlocutor a abrirse. No es lo que les dice, sino el silencio y la atención que prodiga a las otras personas lo que provoca la confesión involuntaria. Escuchar es saber callar y él, haciendo sin hacer, permite que la persona se desborde a sí misma. Es la sensación última, una especie de orgasmo psicológico, lo que se llevan y lo que las hace volver. Por esto, conversar con el ingeniero Bernardo Diez es adictivo.

miércoles, 22 de abril de 2015

Diecinueve de abril de dos mil quince

En este momento, una veintiuno de la mañana, recuerdo una tarde con mi padre, en Cuernavaca, Morelos. Visitábamos a un amigo de él, músico. En el patio trasero de su casa había un jardín y, en medio de él, una ceiba. Recuerdo el tallo grueso, verde, en el que las espinas -características de la especie- pululaban como si estuvieran hechas de madera seca. En ese momento, la imagen me llevó a mi infancia, al jardín trasero de un vecino donde una miríada de insectos, cuyos cuerpos imitaban a las espinas, infestaban los tallos de un árbol. Una conexión se estableció de inmediato, a través del tiempo, en lugares distantes. Pero no pasó de ahí: una mera asociación.

No recuerdo cómo es que fuimos a dar a la casa del amigo de mi padre. Tampoco recuerdo cómo di con mi padre. Las fechas exactas se confunden en mi mente. Me fui a la prepa, en Monterrey, cuando la caída del muro de Berlín. Seis meses después regresé a Reynosa y, de ahí, no recuerdo cómo terminé en Cuernavaca.

Mis padres se habían divorciado varios años atrás. Papá vivía en Jojutla, al sur de la capital del estado de Morelos. Ahí tenía una tienda de motos y otra de refrescos y una pandilla de microbuses (camioncitos del transporte público, hoy extintos). Llegué con la ilusión de estudiar en una escuela de monjas... a pesar de que soy ateo. El caso es que, durante mi estancia, me resigné a dejarme llevar por la corriente de los acontecimientos. No recuerdo mucho, la verdad, sólo la enorme ceiba irguiéndose en el patio del amigo de mi padre y una planta de jazmín que había conquistado el ámbito de un restorán de antojitos mexicanos.

Las plantas están ligadas a mis recuerdos.

Cuando pienso en los viajes a Guadalajara, recuerdo las que vi en el camino. Las vacaciones en tal o cual lugar vienen a mí a través de imágenes en las que las plantas ocupan el lugar más importante.

Puedo decir, por ejemplo, que el primer sitio al que llegamos a vivir en Reynosa era un departamento sin plantas. Luego nos cambiamos a  una casa a las afueras de la ciudad en cuyo patio trasero los carrizos formaban una valla que los tres gansos que teníamos no podían cruzar. La siguiente casa tenía un pequeño bosque de albahacares que, años después descubrí, era "la hierba que había crecido" en el terreno porque la casa llevaba varios años abandonada. En ese tiempo, yo tenía seis años y los arbustos de la aromática especia rebasaban mi estatura. Me gustaba meterme entre ellos y llenar mis pulmones con ese olor dulce, extraño y adictivo.

Después nos cambiamos a la casa que sería de mamá. Ella y yo la llenamos de todo tipo de plantas: pasto, hiedras, enredaderas, rosales, alcatraces, crotones, romeos, julietas, amores de un rato...

Uno de los recuerdos que tengo de mi abuelo, que guardo con mucho cariño, tiene que ver con su jardín: una pasiflora, aferrada a la pared de adobe de la cochera, daba la bienvenida al que llegara. Más allá tenía plantados maíz, melón y planta de estropajo. Un banco de rosales se erguía orgulloso alrededor de una fuente a la que nunca vi con agua... mi abuelo solía enseñarme los nombres de cada mata, sus propiedades y maneras de propagación.

En mi casa de hoy, en una superficie de 1.7x3 metros, aglomeré una variedad de plantas que, a partir de la primavera, parece que va a reventar de flores y hojas verdes enormes. Disfruto mucho ese espacio las tardes cálidas y luminosas, cuando el sol tiende una sombra mansa sobre el jardín. El silencio es un recurso escaso en la ciudad, casi un lujo. Pero ese silencio es en realidad el canto de las plantas: un susurro que ha estado aquí, en la Tierra, desde hace miles de millones de años atrás, antes de que el ser humano pusiera un pie sobre ella.

Ayer, en Reynosa, las balas, el caos y la muerte pisotearon la ciudad. La hundieron en el miedo. Hubo muertos que los encabezados de los noticieros no mencionaron, que sólo se contaron de boca en boca, como antes nuestros ancestros nos contaban las historias frente a una fogata. Ante las carencias de la modernidad, lo más efectivo es el método antiguo: encender el fuego, una luz de Verdad, y contar la historia, dialogar con el miedo. Al final, el murmullo milenario de las plantas sosegará el terror, se nutrirá de nuestros cuerpos, de lo que fuimos.