viernes, 28 de febrero de 2014

Otro sueño

La noticia del fin de semana pasado fue la detención del narcotraficante "El Chapo". La semana siguiente estuvo, literalmente, plagada de notas sobre él, sus riquezas, su detención, en el radio una supuesta plática con él. En un noticiero de la televisión dijeron esta mañana, ya viernes: estamos "enchapopotados" (el chapopote es una resina del petróleo que se utiliza para pavimentar las calles). Esta insistencia mediática -en el internet, la televisión y la radio- dejó una huella en mi inconsciente.

Anoche soñé que vivía en un cuartito. Era de noche. Una balacera se desató y mi esposa y yo quedamos en medio de ella. El cuartillo no pudo protegernos: las balas llovían, literalmente, y agujereaban el techo y los muebles. Salimos a buscar un refugio entre tanto cuarto que había, sin encontrarlo. Podía escuchar el zumbido de las balas, las detonaciones, los gritos de los soldados y de los criminales. Sentí tanto miedo de no poder proteger a mi mujer ni a mí mismo. Luego la lluvia comenzó, suave, silenciosa, como un estorbo que llenaba de lodo las calles. Odié la indiferencia de las personas hacia nosotros, los que huíamos; la codicia de unos, el deber tajante de otros. Odié al ser humano y la maldad de la que es capaz. Odié la lluvia, la falta de refugio, las balas y la muerte. Me odié a mí mismo, mi propia vida que me tenía, quizá de manera casual, en medio de todo eso. 

Entonces desperté. Vi la realidad de mi recámara, hundida en la noche y el silencio de la madrugada. Mi esposa a mi lado, dormida, tranquila. Yo mismo, intacto. Entonces, odié esa parte de mí, que no me deja conciliar un sueño tranquilo, que no me da solaz, a pesar de la vida. ¿De qué sirve estar vivo, si el sueño te recuerda que lo estás?

¿Por qué hace uno un blog?

Al crear este blog, "Cuaderno de ejercicios de Tehuani", tenía en mente publicar los ejercicios que presentara en el taller literario en que me inscribí, el día de mi cumpleaños, el año pasado (2013). Soy honesto: no he cumplido el objetivo. 

He escrito desde la secundaria. La primera vez que publiqué fue en la gaceta de la universidad, un poema. Luego otro. Ambos con el pseudónimo de Mictlampapepetl. Diez años después, en un periódico de mi ciudad: tres o cuatro cuentos, no lo recuerdo, con mi nombre. De ahí llené las páginas de un diario con minicuentos que escribía los domingos y con recuerdos de mi infancia. Escribí varios textos de evocaban experiencias que me marcaron o que, simplemente, venían a mi mente. Todas al lado de mis familiares.

Pasaron otros diez años y entré a mi segundo taller. Ya no he publicado nada, pero he escrito mucho. Y, también, he fallado mucho. Me he dado cuenta de que este oficio, si se hace con amor y dedicación, no te da frutos, en el sentido de que por sí solo no te abre puertas. Debes dedicarle mucho, mucho tiempo, para alcanzar un logro modesto o ínfimo.

Publicar. Publicar. ¿Para qué publicar? Hoy en día la tecnología te permite hacerlo. De hecho, lo haré cuando comparta este texto. ¿Y qué he logrado? Comunicar una idea, tocar puertas. Pero no, escribir.

Me gustaría compartirles mis textos, los ejercicios del taller.Quizá un día lo haré. Hay tanto que decir.

jueves, 20 de febrero de 2014

Envidia

La tarea de hoy, 19 de febrero, es un cuento cuyo tema central es la envidia.

¿Qué no se ha dicho sobre la envidia? Quisiera escribir aquí una sesuda disertación sobre este pecado capital, cuya posición ordinal la verdad desconozco, para adornar y "enriquecer" esta entrada. Sin embargo, no recuerdo, de ninguna de mis lecturas, que hayan, siquiera, rozado este tema.

Puedo hablar, eso sí, de lo que me ha tocado vivir. De mis propias vivencias.

Tuve un jefe que, cito, "no vas a llegar a esa posición antes que yo". O sea, no iba este pobre hombre a conseguir ese puesto antes de la edad que él lo consiguió. En otra ocasión me dijo, "mientras yo esté en esta compañía, tú no pasarás de ese puesto". Y no pasé... ni cuando se fue. En sí, no fue tanto culpa de él. Para qué le doy tanto crédito. Mi timidez y mi falta de relaciones ayudaron en ello. Ergo... yo contribuí.

Yendo más atrás, a la secundaria. Un compañero hizo y deshizo para golpearme. Nunca lo logró. Una tarde, al salir del colegio, juntó a un grupo de amigos y me estuvo, como dicen aquí en el norte de México, "venadeando", lo que en buen español quiere decir, acechando. Yo solía hacer el camino a casa junto a un amigo que tomaba la pesera (transporte público). Ese día, no recuerdo bien por qué, no fue así. Mi amigo se fue primero y lo confundieron conmigo. Lo golpearon y amenazaron, pensando que era yo. Él, nunca olvidaré esto, regresó hasta el colegio y me alertó. No regresé hasta que mi madre fue por mí.

Hoy, al salir del taller, mi compañero y yo, vimos a un indigente (como les dicen en México a los pobres que no tienen casa y duermen en la calle) durmiendo con sus cosas en la acera de una iglesia católica de construcción moderna. Está en una colonia de ricos. Yo le dije: ahí hay un cuento sobre la envidia. Y di varios ejemplos: él indigente que envidia a los ricos; el rico, recién secuestrado (bueno, no resulta creíble ahora, pero así lo comenté) que pasa en su coche y envidia al pobre porque no tiene riquezas que cuidar ni rescates que pagar. Mi compañero dijo que leyó una historia en el Internet (¡maldito Internet!) que hablaba de algo parecido. Entonces, le propuse cambiar la historia: el indigente envidia al rico, por rico; y el rico, recién secuestrado, al pobre por pobre: ambos unidos en la misma historia. Ambos reímos. Luego añadí a un perro que orina al indigente dormido y al coche del rico (inverosímilmente estacionado en la calle).

La envidia, pienso, debe ser la más grande de las inseguridades. Es una soledad, sin sol ni desierto, que agosta el alma. Un vacío incapaz de ser llenado y, por tanto, sin oquedad. Es tener un pie en la muerte y padecerla en vida. Como intentar respirar bajo el agua putrefacta.

Tengo que escribir un cuento sobre la envidia. Más bien, la tarea es escribir un cuento sobre la envidia... ese sentimiento silencioso...

Taller de primavera

El 5 de febrero inició el taller de primavera. Esta vez hay nuevos compañeros que, a pesar de su inexperiencia en talleres literarios, están aportando mucho. Quizás nunca hayan escrito un cuento. Son sus lecturas. En sus ejercicios, dos hasta ahora, se asoman, tímidas. Me gusta, así como el botón del Facebook. sus puntos de vista, o, mejor dicho, sus valoraciones sustentadas, como he dicho, en la lectura, aportan un valor que yo no tengo: el de los años y años de continua y apasionada... lectura.

La verdad siento temor de no entender, como ya me pasó en este taller, los comentarios sobre autores que jamás he leído. Me siento ignorante. Ellos dicen, de mí y un compañero a quien conocí hace diez años en otro taller, que "se nota que tenemos experiencia". La verdad es que no. Ellos, varones añosos, qué pueden ignorar de la experiencia. Ya quisiera yo tener sus conocimientos a mi edad. Armar frases poéticas, escritos redondos, como ellos dicen, no es tan difícil. Se requiere práctica y malicia. Pero la experiencia... nada la suple. 

Los admiro a los tres. Mira que venir a un taller, con más de cinco décadas a cuestas, y decir que dos simples jóvenes, inexpertos en la vida, sabemos escribir, que tenemos oficio... No, para nada. Ellos, y nuestra querida maestra, son los que aportan.

Yo soy todo oídos... y un montón de hojas en el cesto de basura.

sábado, 15 de febrero de 2014

Mi pesadilla de anoche

Es curioso lo que una cena pesada puede hacer con tu sueño. Si no, pregúntenle a Gregorio Samsa, quien, tras un sueño intranquilo, despertó convertido en un insecto.

Anoche me acosó una pesadilla que, a pesar de interrumpirla en tres ocasiones, se negó a desaparecer. Conducía un coche por una calle de automóviles atravesados. Salí de ella por un espacio entre un camión de mudanzas y otro carro, pero cuando lo hacía, de alguna manera embestí al automóvil y éste golpeó a una motocicleta e hirió a su conductor. Bajé a ver los daños y resultó que la moto estaba destrozada, pero, por fortuna, la persona no había sufrido ninguna herida. Regresé y vi que mis pies no tenían zapatos, solo calcetines. Entonces descubrí en el izquierdo una protuberancia que no me dolía. En ese momento el conductor de la moto me gritó que yo había dejado un charco de sangre donde estuve parado. "Estoy bien. No me duele", le contesté y me metí al lugar del conductor en mi coche. Era de transmisión manual y cuando pisaba el pedal del embrague (con el pie izquierdo, queda claro) me preguntaba por qué no sentía dolor. Entonces desperté.

Aún estaba oscuro, me di vuelta, abracé a mi esposa y me tapé. La pesadilla continuó. Conducía el mismo coche. Llegué a una casa similar a la que mis padres alquilaban en esta ciudad hace tres décadas. Dentro me esperaban mi esposa y mis hijos; se disponían a acostarse. Comencé a prepararme también y escuché ruidos fuera. Me asomé por cada ventana hasta que vi a un hombre mayor, de cabello cano, que buscaba la manera de entrar. En la mano traía una pistola. Me asusté y empecé a verificar que el candado de cada ventana y puerta estuviese asegurado. Luego, fui a la puerta de la entrada, por donde el hombre intentaba introducirse, y lo enfrenté. Me dijo que quería a mi hijo de en medio, que quería ahorcarlo. Luché contra él y me disparó. Volví a despertar.

Ahora era mi esposa quien me abrazaba. Mi aliento tenía un dejo intenso a cebolla. Repasé mis últimas tareas, antes de irme a dormir y recordé que sí había cepillado mis dientes. Eructé y el sabor a cebolla aumentó. Me negué a ver la hora, porque la madrugada continuaba y no quise espantar al sueño. Me volteé, dándole la espalda a mi mujer y me dormí otra vez.

El intruso estaba ya en la casa. Podía escucharlo. Revisé mi cuerpo y no encontré ninguna herida, solo una fuerte opresión en el estómago y el olor a cebolla invadiéndolo todo. Las luces de todas las habitaciones estaban encendidas. Corrí a una de las recámaras, estaba vacía; luego a otra, y encontré lo mismo. En la del fondo el hombre trataba de correr una de las puertas del clóset. Dentro mi familia gritaba. Lo ataqué a puñetazos, a patadas, mientras soltaba una ristra de gritos. En medio de la pelea, el tipo logró zafarse y huyó. Lo perseguí hasta uno de los otros dormitorios y me apuntó de nuevo con la pistola, a la cabeza. Cuando disparó el arma, en lugar de un estallido se escuchó el sonido del despertador del teléfono celular de mi esposa. Abrí los ojos, el resplandor de la mañana comenzaba a colarse por la cortina e iluminaba, tenue, el techo. Mi esposa extendió el brazo y apagó el escandaloso aparato.

Ya no intenté dormir. La abracé, ella de espaldas, y sentí el calor de su cuerpo a través de sus nalgas abultadas. Recordé la protuberancia de mi pie en el sueño y giré mi tobillo izquierdo: mis articulaciones crujieron sin dolor. Me acurruqué de nuevo y besé la nuca de mi mujer, en su cabello dormitaba su aroma único. Entonces pensé en lo afortunado que era Gregorio Samsa: es mil veces mejor despertar, aunque sea convertido en insecto, que irse para siempre al sueño eterno.

Eso sí, esta noche mi cena será ligera.