jueves, 31 de julio de 2014

Esposas y mujeres. Aquí desvariando un poco.

No sé de esposas, porque solo he tenido una y sigo con ella. De mujeres tampoco, porque tuve tantas que no me quedé el tiempo suficiente con ninguna, como para conocerlas. Excepto la última, claro está. Sin embargo, sí sé que esposas y mujeres no son lo mismo: esposa es la que te acompaña ante la sociedad; mujer esa persona real, de carne y hueso, que viven contigo en la intimidad.

A la esposa puedes mentirle y ella no dirá nada porque tal vez se deja convencer de que su deber es guardar las apariencias; así como el esposo lo hace cuando ella misma miente a ojos vistas y él no puede, no debe, ponerla en evidencia. La sociedad es una embustera, un cúmulo de mentiras.

Pero mentirle a tu mujer es un asunto distinto: no puedes y no debes. La cuestión es que por mucho que te esfuerces nunca la engañarás. Ella te conoce tan bien, lo suficiente para haberte elegido como su hombre.

Cuando miras a la mujer de carne y hueso, esa que mes tras mes te sofoca con desplantes hormonales, que te confunde con razonamientos filosóficos tan profundos como "Tengo ganas de algo, pero no sé qué", o que simplemente, una mañana te despierta y tiene el sexo más loco contigo (¿será?) sin mediar palabra ni caricias de por medio, cuando la miras, decía, directo a los ojos, sabes que no puedes escapar de ella porque no hay nadie más que te conozca mejor, que intuya tus deseos, que adivine tus enojos, que entienda tus momentos de debilidad y tristeza (que, sabemos, no son pocos).

Por eso, me deprime ver casos en los que el esposo menosprecia y maltrata a la esposa, inclusive la golpea. Y viceversa. Esas duplas no son matrimonios, sino monstruos que ambos dejaron crecer, quizá por ignorancia, quizá por egoísmo... no lo sé. Solo he tenido una esposa y, hasta hoy, no hemos llegado a tales extremos.

Por eso amo a mi mujer, a mi compañera, a mi amiga sexual (no le va a gustar esta parte), a esa persona que sabe más de mí que yo mismo y que ignora más de sí, que yo mismo también. La verdad, conozco lo necesario para saber que sin ella mi vida estaría incompleta. O, mejor dicho, no la disfrutaría igual. Porque es ese toque femenino que ella tiene lo que me permite despertarme cada mañana y sentirme afortunado de que esté precisamente a mi lado y no con otro.

jueves, 17 de julio de 2014

Sobre la memoria

El primer taller literario al que asistí fue en el año de 2003. Diez años después, asistí al segundo.

Comparé los textos que escribí en cada uno y, entre unos y otros, noté las pisadas hondas y nítidas del progreso. También se hizo evidente mi mala memoria. Los trabajos del primer taller estaban guardados en dos carpetas, en el fondo de una caja. Al extraer el contenido superior de ella, encontré libros que me habían recomendado en el segundo taller. ¡Eran lecturas que había hecho diez años antes y que había olvidado! ¿Cómo podía ser? La mayoría de los cuentos que estudiamos el año pasado, en el segundo taller, los había leído diez años atrás y no me di cuenta. ¡Mi memoria es pésima!

¿Cuánto olvida una persona común a lo largo de su vida? ¿Por qué razón recuerda parte de lo aprendido de manera consciente y por qué olvida el resto?

La memoria es una amiga traicionera. Voluble. De un modo desconocido y extraño selecciona los recuerdos. Los que vives con el cuerpo, permanecen. Pero aquellos que experimentas por medio de un solo sentido, la vista, los pierdes. ¿Realmente, cada uno de nosotros, recuerda todo lo que ha vivido, día tras día, año con año? No lo creo. Es mucho lo que olvidamos. ¿Cuántos de nosotros no han mirado una foto y, al verse en ella, no han sentido el horror de no recordar el momento en que fue tomada? ¿Cuántos no hemos sentido el vértigo, la angustia en el cuerpo, cuando alguien nos pregunta "Te acuerdas de..." y en verdad no encontramos la mínima huella en nuestra memoria sobre la referida experiencia?

¡Es el terror absoluto! Una ventana abierta a la posibilidad de que la propia vida sea un sueño, y el sueño vida... y ambas cosas realidad y sueño ocurriendo al mismo tiempo. Nuestra mente se confunde, se bloquea... y el cuerpo, inflamado por la sangre, tiembla ofuscado por el miedo. La memoria es diabólica, temible, inhumana. Por eso olvidamos.

Sin embargo, mi esposa encuentra en esta peculiaridad mía, el olvido, un alivio: podemos ver sus películas favoritas y yo río, sufro y me espanto, como si las viera por primera vez.

lunes, 14 de julio de 2014

El beso

"Eres raro", le dijo ella.

No era la primera vez que se lo decían y, de tantas, se había acostumbrado a escucharlo como se hace ante el barullo del tránsito de los automóviles en la ciudad. Las calles de Reynosa, sucias y estropeadas, llenan los ojos y los oídos de una sordidez etérea que se respira con apatía, con desinterés, con desapego a la realidad. La misma frialdad con la que ella quebró el sonidero de coches y de gente que pasaban en la avenida Hidalgo, junto a la plaza Juárez, con el hondo silencio de esas dos palabras: eres raro. Que ella lo dijera, le dolía en serio.

No lo esperaba. Se habían visto un par de ocasiones en la plaza: un parque construido con una veintena de fresnos y de yucas y de bancas metálicas de mala calidad que se oxidaban jóvenes. Se habían citado ahí porque era un lugar discreto, un lugar a la vera de la avenida que nadie, en pleno tránsito cargados de premuras, miraba en realidad. Era un lugar de paso, un lugar que se pasaba, que estaba ahí porque debía estar.

Ella, con sus ojos comunes, cabello lacio y negro, y esa alegría y encanto venidos de Veracruz, era bonita. El tono de su piel, entre oscuro y aperlado, y la perfección blanca de su sonrisa, lo habían enamorado. Y ese flotar como mariposa, sin dejarse atrapar ni tocar, ese casi tenerla y en realidad no, lo hacían interesarse más. Él estaba acostumbrado a no tener, a estar lejos de sus anhelos. Pero era la primera vez que casi tenía, que estaba a un paso de obtener lo que buscaba... esa sensación, esa embriaguez, ese desacomodo del estómago, como si se comiera a sí mismo, no lo había sentido nunca. O más bien, nadie se lo había hecho sentir. Hasta que la conoció a ella.

La misma que lo había tumbado del ensueño con las dos palabras siniestras, que lo convertían de nuevo, en el pordiosero que nunca había dejado de ser. Era poseedor, el dueño, de la rareza. Nada más.

Él sonrió tras escuchar las dos palabras. Se imaginó a sí mismo levantándose de inmediato y marcharse dejándola sola y con la palabra en la boca. Carecía del valor. En cambio, sonreía e imaginaba tantas maneras de ofenderla, de hacerla tragarse sus palabras, de lastimar ese hermoso cuerpo, esa bella mujer, que tanto le gustaban. El binomio perfecto: cuerpo y alma, mujer y belleza. Casi a su alcance.

Desilusionado, pero determinado a no mostrar su fracaso, empezó a articular la frase, palabra a palabra, sílaba a sílaba, como si hundiera un puñal en su orgullo, en su propia alma, en lo que le quedaba de corazón: "Sí, verdad".

Pero ella se adelantó y, de nuevo, rompió el trajín del bulevar y de la plaza, con esos ojos clavados en él y la sonrisa que se antojaba a chocolate blanco rindiéndose, las calles descuidadas eternizándose y el polvo quedándose detenido en el aire como si fuera el alma de éste, de Reynosa, con tres palabras: "Pero me gustas".

¿Qué hacer con el "casi" cuando se vuelve inútil e innecesario? Él no lo sabía y, la verdad, no tenía ánimos de averiguarlo.

La besó.

domingo, 6 de julio de 2014

¿Por qué escribir?

¿Por qué escribir? Mis recuerdos me llevan a la escuela secundaria, al momento en que la maestra de español nos pidió a todo el salón elaborar una composición a la bandera (de México). Ella elegiría los mejores. No recuerdo si escogió tres o cinco; pero entre ellos, estaba yo. 

Desde entonces, todas las tardes, después de clases, iba al colegio a escribir sobre el tema que ella nos diera mediante un sorteo. Era la preparación para el concurso local "Composición a la Bandera". Debíamos entregar, mínimo, una cuartilla sobre el tema que nos hubiese tocado. Luego ella revisaría el texto y lo corregiría, si bien nos iba, porque si el manuscrito (escribíamos a mano) no cumpliera los requisitos de un ensayo, tendríamos que re-hacerlo. Fueron tardes agobiantes, tortuosas. Una experiencia que mis compañeros no resistieron y, uno a uno, desertaron. Al final, quedé yo solo.

¿Por qué no los seguí? Mamá era divorciada y el colegio era caro. Yo no estaba para estupideces. Tenía que aprovechar, exprimir todo lo que pudiera de ese dinero que ella pagaba por mi educación. Por ella, seguí.

La verdad, sin afán de alardear, escribir me resultaba fácil. La maestra me daba el tema y yo, simplemente, escribía mi opinión sobre él. Y ya. Eso sí, tenía que ser convincente, creíble. El tema debía ser expuesto de tal modo que, quien lo leyera, no tuviera otra opción que estar de acuerdo. Así que engatusar al lector tenía su chiste. Mi lector era mi maestra, por tanto, convencerla no era un proceso sencillo. Tuve que re-escribir muchas veces los temas. Nada más no le llenaba el ojo. Era exigente y caprichosa, según yo: por cualquier tontería me rechazaba los escritos. Eso sí, presumo, jamás fue por una falta de ortografía.

Pasaron los días del mismo modo que las hojas en las que escribía. Hasta que llegó el día del concurso.

Todavía sigo pensando en qué carajos estaban pensando los maestros del jurado que me premiaron en segundo lugar, como si fuera el primero. Ellos mencionaron el segundo lugar diciendo que quería conocer quién era "Strauss", mi pseudónimo. Explicaron que estaban maravillados o asombrados, no recuerdo la palabra exacta, por lo que ése personaje había escrito. El entusiasmo que sentían se podía adivinar en sus gestos, en su manera de hablar, en su nerviosismo. Cuando levanté la mano para indicar que yo era el culpable de sus emociones frustradas (porque no había conseguido el primer lugar) un estallido de aplausos inundó el salón.

El tema del concurso que me tocó era: México y las armas nucleares. La razón para no darme el primer lugar: México no era un país productor de armas nucleares. En mi mente repasé lo que escribí y llegué a la conclusión de que no, en ningún lugar dije que lo era. Solo puse que era una estupidez armarse hasta los dientes cuando el enemigo más poderoso de esos días era uno mismo (Estados Unidos). ¿Exactamente qué leyeron esas personas? ¿O en qué mundo vivían?

México y las armas nucleares. Pienso lo mismo: el enemigo más poderoso de uno es, precisamente, uno mismo: su propia ignorancia. Hoy, el narco nos destruye porque nosotros lo permitimos. Porque callamos. Porque nos doblegamos. Es increíble que hace más de treinta años se pensaba que el fin del mundo vendría a costa de un desastre nuclear. Hoy es distinto.

¿Por qué escribir? Porque la palabra sienta un registro, una memoria, una realidad. La ficción es el único modo que conozco para digerir la brutalidad de la vida, su dolor, la soledad que acecha en todos los rincones. Sin embargo, en esa realidad he conocido la felicidad, la belleza... sensaciones que sólo puedo transmitirles por medio de la palabra.