lunes, 24 de noviembre de 2014

Reynosa

En estas calles
Transitan nuestras esperanzas.

Aquí tenemos mañanas
Sin cerros en el horizonte
Que se roben un pedazo de cielo.
Nuestros amaneceres y ocasos
Son un ventanal abierto
De par en par al mundo.

Es verdad,
Nos arremeten
Veranos e inviernos inclementes.
Y cuando las lluvias llegan,
Lloran sobre nosotros
Sin consuelo,
Como si quisieran lavar nuestras almas,
Llevarse nuestras penas…
O, como dicen pocos, como si
Intentaran borrarnos de la tierra.


Estamos a un río de lo que llaman
El Primer Mundo.
Una masa de agua, durmiente, nos
Separa de la felicidad, dicen.
Muchos cruzan nuestras calles en pos
De esa ilusión, de ese canto sirenio.
Pero muchos nos hemos quedado
En esta ciudad, sólo porque
No tenemos adónde ir, un hogar.

Sí, lloramos porque la canícula
No permite sembrar nada.
Porque el invierno,
Con su manto gris,
Desbarata el placer cotidiano de andar
Fuera, en la calle,
Buscando un solaz
Bajo el cielo estrellado.

Sí, nuestros fines de semana
Tienen el perfume de la carne asada
Y entonan un canto de sirena
Disfrazado de música norteña,
Que intenta hipnotizar a la felicidad.

Y las primaveras efímeras
Que intentan aferrarse a la tierra
Con sus contadas flores.
Y los otoños que las sequías eternizan.
Y el fin de año nuevo,
Pretexto para llorar a gusto, en público,
Con una máscara de alcohol.

Y las noches en vela junto a los nuestros…

Hoy intentan arrebatarnos eso.
Nos han dicho que ya no hay esperanza,
Que el gobierno no puede
(Y sí, no puede),
Que no hay remedio
(Y lo hay).

Hoy intentan convencernos
De que no vale la pena creer
O tener los oídos abiertos al canto añorado.
Como si uno estuviera hueco,
No tuviera corazón.

A pesar de la muerte constante,
No cerramos los ojos,
No callamos el grito,
No dejamos de sentir:

Nuestra voz resuena en esa oquedad
Que llamamos vida, cuerpo, yo.

A pesar de lo que nos dicen nuestros ojos,
Sabemos que este horror,
No es la ciudad que hemos construido
Y que ellos han ocupado.

Tal vez nos maten,
Pero ni así nos iremos.
Transitaremos en estas calles,
Como las esperanzas de esos otros
Que vendrán,
Atraídos por el canto de nuestras voces,
En pos de la felicidad que dejamos aquí.

martes, 4 de noviembre de 2014

De los viajes de mi infancia

Recuerdo los viajes de mi infancia por carretera, cuando papá nos llevaba a través de campos y montañas antes de llegar a Guadalajara. Lo que más me gustaba era ver por la ventana los innumerables pueblos que se sucedían, silenciosos y lejanos, como si alguien los hubiese olvidado ahí, en medio de la nada.

            A veces nos deteníamos a comer en un restaurante que con frecuencia era una casa de adobe o de leña junto al camino, por lo regular sin clientes. Era típico de papá entablar amistad con las personas que nos atendían, quienes no tardaban en prodigarnos una amabilidad sincera que en muchas ocasiones terminaba en una conversación nostálgica y amena; nuestros anfitriones la disfrutaban hasta el último minuto, antes de que partiéramos y la soledad cotidiana volviera a tomarlos entre sus manos. En verdad parecían estar muy complacidos con nuestra “visita” y así nos lo hacían saber cuando anunciaban “La casa paga”.

            Otras paradas fueron en lugares que frecuentaban los camioneros. Recuerdo una noche fría y estrellada en Concepción del Oro*. La luna llena estaba en el cénit, en el centro de un enorme halo. Las montañas y el suelo desértico brillaban con una luz mortecina azulada, y las siluetas de los cactus y otros arbustos parecían mirar sus propias sombras… era como si al día se le hubiera olvidado seguir al sol y estuviera moribundo en plena noche. El restaurante, una enorme cabaña con una expansión de tubos y lonas que el viento sacudía como si también quisiera entrar a calentarse, estaba atiborrado de camioneros y familias que cenaban al amparo de una atmósfera olorosa a carnitas. Las mesas y sillas eran metálicas y ostentaban una marca de cerveza. Yo me frotaba las manos y de vez en vez, en el huequito que hacía con ellas, soplaba un poco de aire húmedo y tibio que se quedaba pegado a mi piel un rato. Un bigotón de gorra, vestido con pantalones y chamarra de mezclilla, que había iniciado una plática con papá, se refirió al halo lunar: “Significa que viene una helada”. En ese momento no pude entender cómo podría hacer más frío del que ya sentía. Pero sucedió: Concepción del Oro se heló tanto que las sombras bajo la luna se quebraban con el viento.

            Y luego, la helada nos alcanzó a nosotros.


No recuerdo cuál fue nuestro último viaje por carretera, en familia. Mis padres se divorciaron tiempo después del vaticinio del camionero y las visitas a Guadalajara terminaron. Yo me volví más retraído y callado de lo que ya era. Me torné huraño. Sin embargo, los libros me salvaron, extendieron los viajes de mi infancia y, en cierto modo, se convirtieron en una visita inesperada a la vera del camino. Gracias a los libros, pude entender la amistad y la alegría que sentían aquellas gentes solitarias que nos atendían cuando papá decidía llegar, con su familia a cuestas, a sus restaurantes abandonados en medio de la nada.

*Concepción del Oro, Zacatecas, México.

martes, 14 de octubre de 2014

Madre... ¿sólo hay una?

Hoy me sentí impotente. Un vecino -quizá un adolescente, no lo sé- tenía en el piso a un niño de unos tres o cuatro años. La escoba sobre él. El niño gritaba: "Quiero decirle algo a mi mamá", varias veces.

El vecino es familiar de un criminal (sobra especificar de cuál). Tuve que tragarme la rabia, las ganas de correr y enfrentarlo, de palabra, a grito abierto. 

Tengo tres hijos. En el barrio todos me conocen.

Clavé mi mirada en ese engendro, en esa bestia... ignoro si, entre las sombras, vio que lo miraba.

Al final lo soltó. El infante corrió subiéndose los pantaloncillos. Me indigné, odié este mundo... maldije contra todo y contra todos.

¿En dónde estaba la madre de ese bebé?

Sobre las plantas


No recuerdo la primera vez que me interesó una planta: cuidarla, regarla. Esperar sus flores, sus frutos. Que creciera y ver su sombra tendida en el suelo, fresca. Tendría cuatro años cuando comí el pistilo amargo de un alcatraz y acaso uno más cuando tuve la ocurrencia de tocar la hoja aterciopelada de un opuntia: un nopalito de ornato cubierto de espinas diminutas que se enterraron en la palma de mi mano por cientos. Este evento pudo haberme instilado un temor hacia las plantas: tocarlas duele. Como esa vez que toqué una ortiga y el ardor de mi palma no se calmó en horas. Todo esto podría haberme traumado, pero no fue así.
Primero, encontré placer en memorizar los nombres científicos de las plantas que abundaban en el jardín de mamá: eran cientos, literalmente, y todas tenían apelativos extraños que descubrí en los libros y que han permanecido intactos en mi memoria. Después me gustó saber si eran de sol, media sombra o sombra total; si daban flores, frutos o no daban nada pero embellecían un rincón con su aromática presencia, silenciosa; misteriosa.
Yo no tengo el jardín enorme de mamá en mi casa, pero sí uno pequeño y exuberante que despierta la envidia de mis vecinas, a quienes el peso de los años les ha dejado poco en qué entretenerse.
Mi abuela decía (refiriéndose a cuidar un jardín en casa): las plantas alargan la vida. Pienso que tenía la razón: no en balde fueron durante eones, millones de años antes de la aparición de los animales, los únicos seres vivos que habitaron la Tierra como monarcas perennes, inamovibles. Casi eternos.

Por eso creo que llenar de plantas un rincón yermo –como el que era el de mi casa– es inundarlo de vida, de una belleza que requiere, más que cuidados, devoción y entrega. Porque las plantas, aunque mudas, conquistan el espacio con sus cuerpos, con sus flores, sus aromas y sus frutos. Con ese silencio luminoso que agrada no solo a la pupila y al olfato, sino que penetra hondo en el espíritu y le recuerda a uno que está vivo; y que la eternidad está a la mano: en una planta.

domingo, 12 de octubre de 2014

El viejo

La tarde, cálida y húmeda, moría entre nubes naranjas. Hacía rato que había escampado, respirar ese aire nítido y limpio que la lluvia había dejado daba las fuerzas necesarias para superar el caos de la ciudad anegada.

Me dirigía a casa cuando el chubasco me pescó a diez cuadras de distancia. La calle se había convertido en un río desbordado sobre las banquetas, donde apenas había un lugar para poner el pie sin que el agua se le trepara a uno por las piernas. Ya no sabía yo si mis ropas escurrían o era el río que trataba de atraparme. Pero estaba decidido a llegar.

En el Este, donde las nubes ardían, comenzaba a levantarse un arco iris. Mi casa estaba en lo alto de la loma por la que el río y la calle se precipitaban. Ir cuesta arriba, contra la corriente y la pendiente empinada, me resultaba difícil, a mí: un viejo que había salido a caminar y ahora luchaba por regresar a salvo a casa.

Un coche venía de bajada, levantando dos olas grandes a sus costados; parecía que surfeaba. Cuando pasó junto a mí me mojó por completo pero más me calaron las burlas de los jóvenes que iban en él. “¡Anciano!” fue la única palabra que pude entender entre sus gritos y risas.

No siempre fui un anciano. Ser viejo es algo que me sucedió con los años, algo que sabía que iba a llegar y cuando llegó me sorprendió de todos modos. Mi cuerpo dejó de ser aquel que era yo, o el que pensaba que yo sería siempre… pero no, uno con los años se acaba, se va arrugando, llenándose de canas, de aniversarios, de recuerdos y de difuntos. Luego aparecen los jóvenes, los días interminables, las noches insufribles y la soledad… eterna compañera.

No supe, o más bien, no acepté que envejecía a pesar de los hilos de plata y de los pliegues en la piel que me iban brotando. No. Sucedió cuando Anita, mi esposa, murió una mañana de diciembre antes de Navidad. No habíamos tenido hijos, sólo nos teníamos uno al otro… hasta ese día en que la perdí. Miré lo que habían sido nuestras vidas juntos. Ese peregrinaje hacia un fin común pero al que se llega a solas, a tientas.

La extrañaba y nunca dejé de hacerlo después de su muerte. De Anita sólo me quedaban sus recuerdos y la casa que coronaba la loma.

¡De veras que había llovido mucho! El río no dejaba de correr, los bordes de la banqueta no aparecían, solo se veía la superficie activa, líquida, de la masa de agua desbordándose cuesta abajo.
A mitad del camino, el río pareció reducirse. En el Este, la cima de la calle, el arco iris reverberaba con una brillantez de siete colores que parecían cantar luz. Un aroma húmedo, de aire recién lavado, rodó cuesta abajo y me cubrió con un manto frío que hizo mi ascenso, rumbo a casa, más pesado. A pesar del agua, del frío, de la soledad, estaba decidido a llegar: aunque fuese un viejo, un anciano empapado por el exceso de años.

Anita solía esperarme en el jardín de la entrada de la casa todas las tardes, cuando yo volvía del trabajo. El jardín era un pequeño espacio conquistado por rosales, geranios y otras plantas de sol que, en la cumbre de la loma, casi lo tocaban con sus ramas y flores. Pudimos haber plantado árboles frutales y otros enormes, sólo para conseguir una canasta de frutas de temporada y una sombra amable que hiciera los días de verano más llevaderos. Pero ella, Anita, no quiso. Decía que la penumbra era el principio de la oscuridad y que los árboles levantarían la casa con sus ramas, arrancándola de la tierra. “Tanto sacrificio que nos ha costado, como para abandonarla a la suerte de las plantas”, decía.

La verdad es que Anita no era amiga de los árboles. Les temía del mismo modo que temía la oscuridad. La noche era lo peor que nos podía caer en la casa: ni la multitud de estrellas ni la luna que despeinaba con sus rayos la cima de la loma, pudieron espantarle el miedo. La noche, cargada de espantos desconocidos, era un monstruo que nos acechaba más allá de la puerta.

Las noches lluviosas eran lo peor. Era cuando la oscuridad se apoderaba del mundo y penetraba los sueños con su maldad líquida. Esas ocasiones, Anita no dormía. Encendía velas por si la electricidad se perdía y se enroscaba en la cama con los ojos bien abiertos, esperando el día.

Al principio, su miedo irracional me inquietaba. Pero los años contribuyeron a suavizar el temor hasta convertirlo en rutina. Yo amaba a Anita, a pesar de sus manías. Hasta que se murió.

Sucedió durante su último otoño. Semanas antes me había dicho que no podía oler nada y que había perdido el sentido del gusto. La vida le olía y sabía a vacío: fuera que la probara con la piel, el alma o la respirara. Su cuerpo no recibía los estímulos que cualquier ser humano sano detectaba sin dificultad.

Entonces yo no entendía. Después supe que estaba muerta en vida.
La noche de su muerte cayó un chubasco que casi desgajó la loma. El agua corría por las calles como si fueran las venas cansadas de la ciudad. El cielo era un escándalo de truenos y de relámpagos que parecían haber venido por Anita.

Ella llevaba postrada dos semanas y, a penas, tenía fuerzas para respirar, para abrir los ojos y colocar su mirada en mí. Yo tomaba su mano, una tristeza enorme, pesada, me había robado la voz y las esperanzas. Saber que pronto me dejaría solo, que ella se iría y yo no podría hacer nada para impedirlo, me llevó al límite.

Tal vez fue el miedo. Tal vez la inexperiencia ante la pérdida de la mitad de mi cuerpo, de mi alma. Pero no pude evitar lo que hice.

Anita, agotada, me miró y con esos ojos que solían hablarme de amor y de paz, con esa mirada que muchas veces me reprendió, me dijo: mátame, no soporto más.

Llovía. Los truenos tenían el ímpetu de un huracán y la lluvia taladraba la tierra con una multitud de pisadas que no dejaban dormir al mismo diablo.
“Mátame”… “Mátame”.

No me atreví.

Me arrepiento de no haberlo hecho. Porque la noche lluviosa se la llevó. Mis manos hubieran podido liberarla de sus miedos, de la oscuridad… pero yo no tuve el valor de enfrentar el espanto.
Apagué la luz y, sin soltar su mano, la dejé morir en medio de lo que ella más temía.

Hoy llevo esta giba de remordimientos. Solo soy un viejo que intenta llegar a la soledad de su casa. A dos calles de ella el suelo está seco. Así ha sido desde la muerte de Anita: en casa la lluvia no se presenta, ni los truenos, ni la noche de espanto. Suficiente tengo con la oscuridad que mis manos no pudieron arrancar de mi esposa.

lunes, 6 de octubre de 2014

Voz y realidad

Quiero arrancarle a la realidad esa voz
que no me deja dormir,
ese sonido que no sé si es un grito
o un canto...
Un lamento que intenta descarrilar al sol.

Quiero tomarla de las manos,
a la realidad,
y sentarla en esto que otros llaman vida,
existencia, 
tránsito en medio de otras voces, pequeñas.

Quiero escupirla,
arrancármela de la piel, de este cuerpo
que nos pertenece a ambos
y a la vez a ninguno.

Porque yo soy dueño de él,
de mi cuerpo,
de lo que siento y padezco,
de lo que añoro y vivo en sueños...
en la realidad,
en brazos de ella,
gracias a ella.

La necesito, es verdad,
me necesita porque tiene mi voz,
no me la entrega...

Vago mudo por el mundo,
con los ojos bien abiertos
y los oídos inquietos,
necesitados de vida
en esta esquina de soledad,
de tránsito y existencia.

Mi voz está ahí,
a mi alcance,
me habla desde lejos,
desde la oscuridad.

Dios es mudo,
un silencio que busca
hacerse escuchar,
que intenta resonar
a través de mi voz.
Me necesita para existir,
para ser alguien en mi vida.

Pero yo a él no,
porque yo no soy mudo,
ni ciego, ni sordo...
escucho mi voz,
la veo reverberar
en mis miedos, en estas ausencias
que llenan mi vacío.

Ahí, justo ahí,
va mi voz.

Repta,
seductora,
en las telarañas
de mi mente,
en esta piel que no ha
olvidado erizarse,
porque hoy, sólo hoy, estoy vivo.

viernes, 3 de octubre de 2014

Disputa entre un hombre y su ba (alma)

Hace 4,164 años, aproximadamente, la monarquía egipcia atravesaba una severa crisis política y social que estuvo a punto de aniquilarla. De este periodo histórico, conocido como Primer Periodo Intermedio, surgió lo que hoy se conoce como literatura del pesimismo, textos filosóficos que cuestionaban el orden religioso y político de la época. 

Uno de esos escritos es el poema "Disputa entre un hombre y su ba (alma)". Es un texto que transmite la angustia ante la desolación, decadencia y destrucción que imperaban en la sociedad egipcia de entonces. El colapso ocurrió después de un periodo de bonanza de la monarquía. El orden social, la seguridad y el alimento fueron borrados de la vida cotidiana y, en su lugar, aparecieron el caos, el crimen y el desmoronamiento religioso y político.

Por si esto fuera poco, la alteración que los egipcios hicieron en el curso del río Nilo provocó uno de los desastres ambientales más destructivos, que derivó en una hambruna letal que orilló, según otro texto (Las admoniciones de Ipuwer), en horrores como el canibalismo: "Todo el Alto Egipto se moría de hambre, hasta el punto de que todo hombre se comía a sus hijos".

Eran tiempos de terror y muerte, de decepción.

¿Qué debe hacer el hombre cuando todo orden en el que creía es aniquilado por la realidad y por las consecuencias de sus acciones? Entendamos como "realidad" la Naturaleza y su propio curso, ajeno al ser humano. ¿Qué debes hacer tú cuando el caos se apodera de tu vida?

En México, hoy vivimos tiempos de crimen e injusticia. La realidad nos ha demostrado que nuestra sociedad ha estado fincada en una ilusión que llamamos "Estado" y "Democracia". Hemos sido adiestrados en que la civilización es el camino hacia la felicidad. ¿Pero cuál felicidad? ¿La humana? ¿La real?

Yo te pregunto a ti, lector, ¿acaso no anhelas esas noches en las que podías salir a la calle tranquilamente y caminar sin el temor de ser "levantado"* o asesinado en medio de una balacera?

Ficticia o no, esa "felicidad", esa bonanza social que devino de la Revolución del siglo pasado, nos daba una seguridad que hoy extrañamos hasta los huesos. Estos tiempos nos dicen que no hay ilusión más grande y gratificante que la de creer en un mundo mejor, construido por nosotros mismos, con nuestras manos, ladrillo a ladrillo, cicatriz a cicatriz.

Sin embargo, para creer hay que tener el estómago lleno, una casa, un trabajo y una calle en la qué caminar durante las noches de insomnio. Para creer no bastan las palabras, se necesita que la realidad nos acompañe en el camino.

El transfondo del poema "Disputa entre un hombre y su alma", revela la crisis ante la que nos enfrentamos todos los seres humanos cuando nuestra área de confort es sustituida por el caos.  Me sorprende la modernidad del texto y me hace pensar que, a pesar de los avances tecnológicos, el hombre no ha crecido nada. No ha entendido nada.

"Vanitas vanitatum et omnia vanitas", dijo Salomón, siglos después de la tragedia egipcia. Todo es vanidad.

A continuación, un fragmento del texto "Disputa entre un hombre y su alma":

Esto fue escrito hace más de cuatro mil años. 


Disputa entre un hombre y su alma

"Mi sufrimiento es una carga demasiado pesada para llevarla.

[...]


¿A quién me dirigiré en el día de hoy?

Los hombres saquean.

Todos roban a su compañero.

¿A quién me dirigiré en el día de hoy?

El amigo íntimo es un criminal.

El hermano con el que uno se trata es un enemigo.

¿A quién me dirigiré en el día de hoy?

Nadie es justo.


El país es controlado por malhechores."


Hoy, el reinado egipcio ya no existe. Nos han quedado retazos de su esplendor, de su historia y de su cultura. Salomón y los imperios que lo precedieron (el helénico, el romano, etcétera), han dejado bien claro que nuestra civilización está condenada al olvido, a la desaparición. Así ha sido siempre. 


Hay otras culturas que también han padecido la muerte: la sumeria, la mesopotámica, la minoica, la hindú, la maya, la azteca... existen muchos ejemplos.


La diferencia es que hoy volamos más alto... y nos sentimos tan seguros en la tecnología y la ciencia que damos por sentado que esta seguridad es para siempre. Pero, ¿en verdad es así?


Más allá del cielo prevalece la inmensidad del Universo, la violencia cósmica. 
La humanidad sobrevive en la superficie de una roca que gira alrededor de una estrella insignificante, perdida en la nube estelar de una galaxia. Es en esa insignificancia, en esa vanidad, donde transcurren nuestras vidas.

El poema continúa:



"La muerte se presenta ante mí en el día de hoy


similar a la curación de un enfermo,


similar a salir después de estar confinado.


La muerte se presenta ante mí en el día de hoy


similar a la fragancia de la mirra,


similar a sentarse a cubierto en un día de brisa.


La muerte se presenta ante mí en el día de hoy


similar a un camino bien nivelado,


similar a un hombre que regresa a casa después de la guerra.


La muerte se presenta ante mí en el día de hoy


similar a la luz del cielo


que permite al hombre descubrir lo que no veía.


La muerte se presenta ante mí en el día de hoy


similar a los anhelos de un hombre por ver su casa



tras pasar muchos años en el cautiverio...".



La muerte, ese sino, esa verdad ineludible. Esa casa a la que retornamos.

Nuestra civilización, nuestra realidad, está condenada a la muerte, a la desaparición. Debemos dejar de temer las sombras en las calles, el miedo en sí. A pesar de todo, arriesgarse a traer un pedazo de felicidad al mundo es un buen intento, uno valiente, para invitar a la Eternidad a que nos tome de la mano y nos lleve con ella.


*Levantar: en el argot de los traficantes de droga, secuestrar.

jueves, 2 de octubre de 2014

Angustia

angustia.
(Del lat. angustĭa 'angostura', 'dificultad').

1. f. Aflicción, congoja, ansiedad.
2. f. Temor opresivo sin causa precisa.
3. f. Aprieto, situación apurada.
4. f. Sofoco, sensación de opresión en la región torácica o abdominal.
5. f. Dolor o sufrimiento.
6. f. náuseas (‖ gana de vomitar). U. solo en sing.
7. f. p. us. Estrechez del lugar o del tiempo.




Siete acepciones para una palabra y ninguna alcanza para describir lo que siento antes de salir a las calles de Reynosa. Vamos, dentro de mi casa padezco un sentimiento agobiante, no necesito salir a exponerme. Lo peor de esta situación ha ocurrido frente a mi puerta: soldados acribillando delincuentes, delincuentes secuestrando gente... La RAE se queda corta, mi angustia es más grande que sus conceptos, más vívida que todas las palabras que se puedan escribir.

martes, 16 de septiembre de 2014

El señor que amaba a Dios

El señor que amaba a Dios me miró con el desprecio habitual. Su amor y conocimiento divinos le daban la autoridad para ignorarme. No contestó mi saludo: se quedó quieto, en silencio, esperando que me quitara de su paso.

Hacíamos fila en la cafetería de la maquiladora donde trabajamos. Él acababa de regresar de una larga convalecencia que casi lo lleva a la tumba. Yo seguía mi vida normal.

El señor que amaba a Dios, tras estar al borde de la muerte, se había convertido a la fe. Y como sobreviviente, gracias a ella, se había entregado en cuerpo y alma a su veneración incondicional.

Sentí pena por él cuando supe lo que había pasado: estuvo a punto de morir. Al volver él al trabajo y anularme con su actitud, me hizo olvidar la compasión. Era tan humano como los demás, como yo. Se atrevía a pensar y manifestar con su comportamiento que los ateos, como yo, o cualquiera alejado de su fe, no merecían su atención.

Por esto, el señor que amaba a Dios me pareció débil. No como un ser humano: débil como un ser incapaz de ejercer su criterio, de liberar su imaginación. No tuve más remedio que compararlo con una máquina, porque los animales, en su instinto, son auténticos y naturales. Las máquinas son meras herramientas que los seres pensantes utilizan a su favor.

Lo entendí cuando el señor que amaba a Dios, temeroso, no contestó mi saludo y se dirigió a la mesa donde sus amigos -compañeros de trabajo- lo recibieron con vítores y bromas.

Entonces supe que Dios es una idea que le quedaba muy chica a la inteligencia, porque se nutre de la estupidez y la ignorancia, de mentes huecas.

Ahora ya no saludo al señor que ama a Dios. Lo respeto porque estuvo a un paso de la muerte... y en eso, me lleva ventaja.

Tehuani.

miércoles, 10 de septiembre de 2014

El dinosaurio



El dinosaurio despertó. Acabó el cuento.

Definiciones

Humildad: granito contra el que se estrellan los egos que no han levantado el vuelo. Corolario: la tumba del ego.

Disciplina: hacer y ser: "ha-ser".

Trabajo: ejercicio humilde de la disciplina.

Maestría: trabajo disciplinado que ocurre en el enorme panteón de la humildad.

Arte: ausencia del ego más los puntos anteriores.

Nota:
No se lo tome en serio.


lunes, 8 de septiembre de 2014

Querido lector...

Querido lector,

Tu visita a este blog es la respuesta largamente esperada, anhelada en secreto, a mi invitación tímida e intensa. Gracias.

Ahora, me gustaría hablarte y para ello necesito que me escuches. Una vez que tenga tu atención, tu interés genuino (que solo puedo despertar por medio de una seducción a través de mi voz), podrás adentrarte en mi territorio. Explorarlo. Sentirlo.

Entonces, no me quedará más remedio que invadirte. Apropiarme de tu suelo lastimado, desconocido por ti mismo durante años. Mi misión es volverlo fértil para que tú, amado lector, plantes tu semilla en tu propio seno.

Te hablo para que te escuches a ti mismo. Porque deseo ver mi rostro en tu soledad, en tu tierra salvaje y húmeda.

Lo hago porque sé que soy igual a ti y, en cierto modo, tú ya me tienes, pero no lo sabías...

...hasta que yo te lo dije.

viernes, 5 de septiembre de 2014

La niña

Cada mañana, camino de la escuela, las pesadillas que habían anidado en sus sueños levantaban el vuelo para recorrer la Reynosa diurna. Volverían de todos modos, con el horror y el miedo a cuestas, a pernoctar en sus sueños de niña, otra vez.

jueves, 4 de septiembre de 2014

El único demonio

La realidad es el único demonio que no he podido exorcizar.

El tiempo, durante mi vida, se ha encargado de desmantelar ideologías, derrumbar religiones y resquebrajar creencias. Pero ante la realidad, ¡no ha podido nada!

Tal vez la temporalidad es una ilusión humana, una improvisación ante la sucesión de hechos inconexos sin destino. El afán de nuestro cerebro por darle un sentido a todo fracasa de llano ante lo evidente: hay algo sucediendo ahí afuera que no puede ser explicado en términos del hombre... quizás porque la Naturaleza no puede ser entendida por sus seres.

Estamos aquí, pronto nos iremos. Esa es la realidad.

domingo, 31 de agosto de 2014

Luis

El sol se desangraba en el oeste y lentamente teñía las nubes cercanas. Entonces, recordé las palabras de mi abuelo: nubes rojizas anuncian lluvia.

Acababa de salir de la maquiladora. Cada paso me costaba en serio: era un mastodonte tras otro, tratando de agujerar el suelo. 

Cuando llegué a la parada, perdí la pesera: se marchó atiborrada de brazos, piernas y cabezas derramándose por las ventanas y las puertas. No me importó, porque estaba muy cansado como para que me importara.

Era el último transporte especial que pasaba en esa avenida larga, polvorienta y sucia. En el horizonte, donde el sol agonizaba, estaba la parada de la ruta que pasaba hasta medianoche. Fui hacia allá, lento, exhausto.

El parque industrial era una ristra de fábricas, de edificios -con entrañas de máquinas ruidosas- que parecían ronronear y de coches que huían despavoridos en medio del viernes.

Los viernes olían a prisa, a billeteras desesperadas por vaciarse, a casa, a cerveza y carne asada. A descanso ficticio, narcótico.

Agosto exprimía mis piernas, mi cuerpo, apendejaba mi pensamiento. Llegué a la parada del camión, mojado en sudor, el interior de mis zapatos chicloso y los dedos de mis pies ahogados, henchidos de cansancio, trataban de reventar el calzado. Agosto me hizo subir a la pesera.

No había asiento en el urbano. Viajé de pie, aferrado a los tubos como una piñata hasta que una anciana bajó y tomé su lugar. 

El sueño me venció.

Cuando desperté, el centro de Reynosa y el zangoloteo de las calles plagadas de baches.

Y la noche.

El calor de la canícula lamía cada centímetro de mi piel, los rincones de las calles, de las casas abandonadas del centro. Mi mano golpeó el tubo del pesero con la moneda de diez pesos y bajé sin esperar el cambio.

La calle Aldama, con las siluetas de los travestis deambulando en las sombras, y las doce con cero minutos, me recibieron. El hedor de la calle, mezclado con el calor de la canícula, taladraron mis pulmones. Sentí el espasmo de la náusea subir mi garganta; lo ahogué, lo empujé abajo, hondo.

Ya me había pasado antes: recorrer la ciudad hecho un bulto en un asiento del transporte público. Esta vez, posiblemente, dos vueltas. Casi cuatro horas dormido en el mismo lugar, aunque nunca había despertado en el centro, la mayoría de las veces había terminado cerca de la casa.

Me sentía ligero, tembloroso y asustado. Como una liebre que intuye las fauces pero no logra verlas.

Pasé media hora atosigado por las luces de los coches que luego se perdían al doblar la esquina, en medio de las risas afeminadas de los prostitutos. Treinta minutos que, segundo a segundo, dilataron una eternidad mi temor. Maldije mi cansancio, al chofer que no me despertó, a la noche que me tomaba de repente, sin reservas...

Una sombra se acercó. El cuerpo delgado y sensual, moreno y oloroso. Sus ojos azules: dos luceros en medio de la noche calurosa. Él era la atracción mágica que los misterios suelen musitar en las canciones que sacuden los huesos, las ideas y los fundamentos...

Me saludó con un "Buenas noches" que se evaporó hacia las estrellas. Tenía una sonrisa de luna creciente y su voz era como el siseo de la lengua de los gatos acicalándose con esa elegancia sobrehumana.

No contesté, pero mi cuerpo quería hacerlo.

—Me llamo Manuel —dijo el de él.

El silencio, árbitro involuntario, solidificó la tensión que los segundos incrementaban. Manuel levantó la cara, como si tratara de enfocarme desde lejos y se limitó a acariciar con su mirada el contorno de mi miedo, la soledad inusitada que ahora se derramaba sobre mí y crecía como un charco de sangre a mis pies, y mi insensatez de que no habría otro día que de todos modos llegó, y que yo no sabía entonces que llegaría: de verdad pensaba que moriría ahí.

—Tienes pinta de llamarte Luis —agregó, pronunciando mi nombre con un tono juguetón que logró captar mi atención.

—Me quedé dormido en la pesera —le dije—. Tendré que caminar hasta Las Granjas.

—Queda muy lejos —contestó arqueando las cejas.

Lejos era poco. Si me fuera caminando desde ahí, tardaría tres, quizá cuatro horas. Porque tendría que evitar las avenidas principales, para no exponerme a la vista de los soldados o los sicarios de La Maña que suelen patrullar la ciudad a altas horas de la noche. Mis dieciocho años y la atención que había prestado a oscuras historias de jóvenes secuestrados en las calles de Reynosa durante la madrugada, me habían devastado. Por eso estaba muerto de pavor: ya ni los taxis pasaban. No habría más, tendría que caminar... o quedarme ahí, en la Aldama, la calle donde los travestis se prostituían.

Soy homosexual, pero no vendo mi cuerpo. Siento el mismo terror ante la muerte y el horror del secuestro como cualquiera. Soy de carne y hueso, por tanto el dolor, el sufrimiento, se sienten igual en mi piel.

Manuel no había dejado de mirarme. Guardaba silencio, distancia. Esperaba una respuesta de mi parte.

—Sí, queda lejos. No podré llegar ahora —dije. Él bajó las cejas.

Hubiera suspirado y levantado mis brazos en señal de "no hay más remedio". Pero mantuve mis manos en los bolsillos y la mirada en la acera de enfrente. El olor dulzón de la mariguana relajó mis instintos. Volteé a ver a Manuel, pensando que era él quien fumaba.

—Son aquellas perras —me dijo, levantando el índice derecho en dirección de la silueta de un árbol cuyo follaje susurraba su canción de verano, metros más allá.

Yo nunca la había consumido, pero sabía a qué olía. En ese momento deseé saber fumarla para tenerla dentro de mi cuerpo, espantando el miedo y el terror de mis huesos, adormilando a la liebre inquieta que brincaba entre mis pulmones. En el techo de la casa antigua que se desmoronaba enfrente, una lechuza aulló y agitó las alas como si se sacudiera lo que quedaba del día de encima; me asustó.

Manuel soltó una carcajada dulce, cuyo sonido me recordó a una nuez que se quebraba despacio.

—El nombre de Luis te queda grande —me dijo—. Es nombre de reyes.

En mi familia era el único al que habían bautizado y registrado ante la ley como Luis. Gracias a un arrebato de mi madre. Mi padre se llamaba José, pero ella así me puso y así me llamó hasta que murió: Luis.

—¿Reyes? —pregunté.

—Sí, de reyes franceses. ¿No lo sabías?

¿Cómo iba yo a saberlo? Y qué importaba si me encontraba en medio de la noche, abandonado en una calle oscura, maloliente, infestada de...

—¡Pásate para acá! —dijo Manuel con un grito sordo, jalándome del brazo hacia el interior de un consultorio abandonado, que carecía de techo, puertas y ventanas.

Una camioneta de carrocería y rines relucientes se paró bajo la silueta del árbol -que había enmudecido- donde el grupo de prostitutos fumaba mariguana. De ella bajaron varios hombres armados con metralletas y empezaron a golpear a los homosexuales. Entre gritos, alaridos e insultos, los sicarios preguntaban por...

—Me buscan —susurró Manuel— ¡Me buscan!  —balbuceó aterrorizado.

Lo abracé por la espalda y lo jalé al interior del edificio en ruinas, el tacón de una de sus zapatillas tronó, mi mano sobre su boca, nos arrinconamos en el piso de lo que había sido el baño, junto al retrete seco y nauseabundo. Los disparos retumbaron fuera, uno por cada prostituto. Después escuchamos el sordo costalazo de sus cuerpos al caer en la caja de la camioneta. Al final, las llantas de la troca rechinaron, y se perdieron en la esquina de la calle Bravo, rumbo al desnivel.

Manuel lloraba, su enorme cuerpo moreno  se convulsionaba, a causa del llanto, sobre el mío. El cielo estrellado sobre nosotros, en medio de las ruinas. Vi las constelaciones cruzar el pedazo de firmamento que las paredes acunaban como si fueran dos manos juntando agua, mientras el cuerpo de Manuel dejaba de temblar sobre el mío, hasta que el sueño anestesió nuestro terror.

Luego llegó el amanecer.

La mañana nos despertó con su lengua húmeda de rocío. Estábamos abrazados, como si uno y otro buscáramos refugio en el cuerpo ajeno. Despertamos y nos pusimos en pie, en silencio, aliviados, renovados.

Manuel posó en mí su mirada azul: mi cuerpo era el horizonte en el que nunca se hubo posado astro tan magnífico. La pierna de la zapatilla rota, flexionada. Sonrió con su luna creciente que se antojaba menguante. Entonces le pregunté cómo había sabido mi nombre.

Guiñó un ojo y posó su índice en mi bata de trabajo, donde estaba bordado mi nombre.

Compañeros de vida

El viernes 29 de agosto de 2014 un compañero de trabajo me comentó que el ser humano era superior a los animales y que su destino era someterlos y dominar el planeta. Su "observación" me pareció no una opinión personal, sino una mera repetición de cotorro mal esgrimida. Cuando inquirí sobre las bases de tal afirmación, sus respuestas fueron francos bandazos en el océano de la ignorancia: el pobre no tenía idea de lo que estaba hablando.

Desinformar es propagar la ignorancia.

Graznar como un loro, repitiendo lo escuchado (o leído) sin entender su significado, es ponerse en ridículo a uno mismo. 

La sabiduría es agradable porque su brillo es propio e ilumina el camino, penetrando por medio del criterio, del ejercicio crítico, las tinieblas espesas de la ignorancia. Bajo esta débil luz es posible avanzar a paso lento, pero seguro.

Los animales son nuestros compañeros de vida. Compartimos el planeta con ellos. Pero nuestro egoísmo e ignorancia se los ha arrebatado. Hemos roto, convencidos de nuestra falsa superioridad, hilos sutiles que están liberando el caos verdadero, el horror climático y las extinciones precipitadas al eliminar hábitats por completo. ¿Es esa la superioridad a la que hemos sido "llamados"?

Tal "llamado" me parece ominoso y estúpido, porque no existe. Basta que del cielo caiga un cometa y éste arrasará todo lo que conocemos como "civilización" y lo que no. Todo por igual, sin importar "niveles" sociales y naturales.

No somos superiores a nuestros compañeros de vida. A pesar de nuestros adelantos, somos débiles, pero nos negamos a verlo, y esa ceguera terca, esa ignorancia, nos está llevando al borde de la aniquilación.

El enemigo de la humanidad somos nosotros mismos. El enemigo del mundo, lamentablemente, somos nosotros. Nos hemos convertido en su demonio, en su Satanás... pero satanizar al ser humano, es darle demasiada importancia, solslayar un hecho muy simple: no queremos ver ni escuchar las consecuencias de nuestras acciones.


viernes, 15 de agosto de 2014

No quiero callar

Miércoles 14 de agosto de 2014
Ya no quiero callar, fingir que mi realidad no existe, mientras mis ojos gritan
lo que mis labios no pueden.

Mi cuerpo tiembla de miedo, se sacude de encima la mente, la razón,
y se queda vacío, hueco, sin eco. Es una cavidad opaca.

Mi sangre está viciada, nada la cura. Ni el sol de cada día, ni el pan sobre la mesa, ni los ceros que se derraman en la cuenta bancaria... nada. Ni familia, ni fama, ni este nombre que pesa tanto como el mundo, como el universo, como el silencio que me carcome.
De veras, ya no quiero callar. Es en serio. No soporto demasiada muerte, a mi lado, tan cerca que casi me toca y yo quiero que lo haga, que me manosee, pero a la vez no... por el miedo que me seca.
Mis ojos olvidaron llorar, aunque el llanto se derrama a borbotones dentro de mí, en el espanto de mis ojos, de mis tripas retorciéndose como animalitos prematuros. El horror del mundo me exprime... yo lo acepto, me entrego. ¿Qué puedo hacer?
Es demasiado dolor ajeno... una tristeza que repta y encaja sus colmillos en la yugular de la mente.
El olvido me abandonó a merced de las estrellas, en este suelo violento e insensato, rodeado de personas cuyos rostros verdaderos no conozco.
Se llevó mi voz.
Me arrastro en pos de ella, como un animal herido de vida, ahogado en una lucidez perturbadora, azotado contra un entendimiento macizo e inútil en asuntos de esperanzas imaginarias: de expectativas místicas. De realidades de carne y hueso, de facturas en el buzón, de hambres en el estómago... de mundo y sociedad, de grandes nombres y hombres: burbujas de jabón que revientan en el acto.
Es en serio: ya no quiero callar, hoy que me sobra un poco de vida. Porque cuando la muerte abunde, el gran silencio llevará mi voz a través de los rincones del universo. Porque así tiene que ser y yo no puedo hacer nada contra ello.