La tarde, cálida y húmeda, moría entre nubes naranjas.
Hacía rato que había escampado, respirar ese aire nítido y limpio que la lluvia
había dejado daba las fuerzas necesarias para superar el caos de la ciudad
anegada.
Me dirigía a casa cuando el chubasco me pescó a diez
cuadras de distancia. La calle se había convertido en un río desbordado sobre
las banquetas, donde apenas había un lugar para poner el pie sin que el agua se
le trepara a uno por las piernas. Ya no sabía yo si mis ropas escurrían o era
el río que trataba de atraparme. Pero estaba decidido a llegar.
En el Este, donde las nubes ardían, comenzaba a
levantarse un arco iris. Mi casa estaba en lo alto de la loma por la que el
río y la calle se precipitaban. Ir cuesta arriba, contra la corriente y la
pendiente empinada, me resultaba difícil, a mí: un viejo que había salido a
caminar y ahora luchaba por regresar a salvo a casa.
Un coche venía de bajada, levantando dos olas grandes
a sus costados; parecía que surfeaba. Cuando pasó junto a mí me mojó por
completo pero más me calaron las burlas de los jóvenes que iban en él. “¡Anciano!”
fue la única palabra que pude entender entre sus gritos y risas.
No siempre fui un anciano. Ser viejo es algo que me
sucedió con los años, algo que sabía que iba a llegar y cuando llegó me
sorprendió de todos modos. Mi cuerpo dejó de ser aquel que era yo, o el que
pensaba que yo sería siempre… pero no, uno con los años se acaba, se va
arrugando, llenándose de canas, de aniversarios, de recuerdos y de difuntos.
Luego aparecen los jóvenes, los días interminables, las noches insufribles y la
soledad… eterna compañera.
No supe, o más bien, no acepté que envejecía a pesar
de los hilos de plata y de los pliegues en la piel que me iban brotando. No.
Sucedió cuando Anita, mi esposa, murió una mañana de diciembre antes de
Navidad. No habíamos tenido hijos, sólo nos teníamos uno al otro… hasta ese día
en que la perdí. Miré lo que habían sido nuestras vidas juntos. Ese peregrinaje
hacia un fin común pero al que se llega a solas, a tientas.
La extrañaba y nunca dejé de hacerlo después de su
muerte. De Anita sólo me quedaban sus recuerdos y la casa que coronaba la loma.
¡De veras que había llovido mucho! El río no dejaba de
correr, los bordes de la banqueta no aparecían, solo se veía la superficie
activa, líquida, de la masa de agua desbordándose cuesta abajo.
A mitad del camino, el río pareció reducirse. En el
Este, la cima de la calle, el arco iris reverberaba con una brillantez de siete
colores que parecían cantar luz. Un aroma húmedo, de aire recién lavado, rodó
cuesta abajo y me cubrió con un manto frío que hizo mi ascenso, rumbo a casa,
más pesado. A pesar del agua, del frío, de la soledad, estaba decidido a
llegar: aunque fuese un viejo, un anciano empapado por el exceso de años.
Anita solía esperarme en el jardín de la entrada de la
casa todas las tardes, cuando yo volvía del trabajo. El jardín era un pequeño
espacio conquistado por rosales, geranios y otras plantas de sol que, en la
cumbre de la loma, casi lo tocaban con sus ramas y flores. Pudimos haber plantado
árboles frutales y otros enormes, sólo para conseguir una canasta de frutas de
temporada y una sombra amable que hiciera los días de verano más llevaderos.
Pero ella, Anita, no quiso. Decía que la penumbra era el principio de la
oscuridad y que los árboles levantarían la casa con sus ramas, arrancándola de
la tierra. “Tanto sacrificio que nos ha costado, como para abandonarla a la
suerte de las plantas”, decía.
La verdad es que Anita no era amiga de los árboles.
Les temía del mismo modo que temía la oscuridad. La noche era lo peor que nos
podía caer en la casa: ni la multitud de estrellas ni la luna que despeinaba
con sus rayos la cima de la loma, pudieron espantarle el miedo. La noche,
cargada de espantos desconocidos, era un monstruo que nos acechaba más allá de
la puerta.
Las noches lluviosas eran lo peor. Era cuando la
oscuridad se apoderaba del mundo y penetraba los sueños con su maldad líquida.
Esas ocasiones, Anita no dormía. Encendía velas por si la electricidad se
perdía y se enroscaba en la cama con los ojos bien abiertos, esperando el día.
Al principio, su miedo irracional me inquietaba. Pero
los años contribuyeron a suavizar el temor hasta convertirlo en rutina. Yo
amaba a Anita, a pesar de sus manías. Hasta que se murió.
Sucedió durante su último otoño. Semanas antes me
había dicho que no podía oler nada y que había perdido el sentido del gusto. La
vida le olía y sabía a vacío: fuera que la probara con la piel, el alma o la
respirara. Su cuerpo no recibía los estímulos que cualquier ser humano sano
detectaba sin dificultad.
Entonces yo no entendía. Después supe que estaba
muerta en vida.
La noche de su muerte cayó un chubasco que casi
desgajó la loma. El agua corría por las calles como si fueran las venas
cansadas de la ciudad. El cielo era un escándalo de truenos y de relámpagos que
parecían haber venido por Anita.
Ella llevaba postrada dos semanas y, a penas, tenía
fuerzas para respirar, para abrir los ojos y colocar su mirada en mí. Yo tomaba
su mano, una tristeza enorme, pesada, me había robado la voz y las esperanzas.
Saber que pronto me dejaría solo, que ella se iría y yo no podría hacer nada
para impedirlo, me llevó al límite.
Tal vez fue el miedo. Tal vez la inexperiencia ante la
pérdida de la mitad de mi cuerpo, de mi alma. Pero no pude evitar lo que hice.
Anita, agotada, me miró y con esos ojos que solían
hablarme de amor y de paz, con esa mirada que muchas veces me reprendió, me
dijo: mátame, no soporto más.
Llovía. Los truenos tenían el ímpetu de un huracán y
la lluvia taladraba la tierra con una multitud de pisadas que no dejaban dormir
al mismo diablo.
“Mátame”… “Mátame”.
No me atreví.
Me arrepiento de no haberlo hecho. Porque la noche
lluviosa se la llevó. Mis manos hubieran podido liberarla de sus miedos, de la
oscuridad… pero yo no tuve el valor de enfrentar el espanto.
Apagué la luz y, sin soltar su mano, la dejé morir en
medio de lo que ella más temía.
Hoy llevo esta giba de remordimientos. Solo soy un
viejo que intenta llegar a la soledad de su casa. A dos calles de ella el suelo
está seco. Así ha sido desde la muerte de Anita: en casa la lluvia no se
presenta, ni los truenos, ni la noche de espanto. Suficiente tengo con la
oscuridad que mis manos no pudieron arrancar de mi esposa.