domingo, 30 de marzo de 2014

Alarma

Lo despertó la alarma antirrobo de la casa del vecino. Pensó que Gabriel había olvidado desactivarla otra vez, antes de entrar, pero el artefacto siguió aullando.

Entonces despertó. Abrió los ojos; no se levantó de la cama. De la casa de Gabriel escuchó unos gritos que, entre insultos, ordenaban a sus vecinos a salir. Luego, a la mujer que gritaba desesperada, el llanto de los dos niños… al escucharlo, la piel se le erizó y una quemazón aceitosa resbaló por su estómago. “¡Los niños!”, pensó. Quiso llorar, y lloró; quiso gritar, pero se contuvo: el miedo, desbocado en su cuerpo, se lo impidió.

La madre suplicaba. Gabriel pedía a sus captores que no se llevaran a su familia, que la bronca era con él… solo con él… pero no lo escucharon. Los metieron a todos en los vehículos.

Escuchó el rechinido de las llantas y el rumor agitado de los motores perderse en medio de la madrugada. Solo se quedó la alarma con su lamento cuadrado, gris, ajeno.

Ya no pudo dormir. La impotencia y el miedo no se lo permitieron.


“Por un lado es bueno que no tenga familia”, se dijo, ahogando el grito que comenzaba a escalar su garganta. La alarma se lamentaba todavía. Respiró profundo y se dio cuenta de que se había orinado.

jueves, 20 de marzo de 2014

Zeta


El olor del café se cuela bajo la puerta. Escucho ruidos de trastes, abajo en la cocina, y el parloteo del televisor. Mamá prepara el desayuno. Siento un borboteo en el estómago, quiero levantarme, pero la sábana no me libera, me abraza, lánguida, tibia. El rumor del aparato del aire acondicionado me arrulla: es un susurro, un canto manso como el de un río que dormita en medio del bosque.
La mañana está en mi habitación: tranquila, atemporal. Su luz toca mis párpados y ellos se dejan acariciar, querer… adormecer. Mi respiración se relaja y mis pies descalzos asoman por el borde de la sábana. Siento frío.
El aroma del café se mezcla con el de huevos con chorizo. Mi estómago protesta. Me niego a despertar, a levantarme. Allá abajo los ruidos aumentan, ya no son los trastes ni el televisor, son pasos fuertes, la puerta se abre de golpe, alguien grita. Mis ojos están vendados, mis manos atadas detrás de la espalda. La persona es  un hombre, me levanta de los cabellos y me arrastra fuera del recinto que huele a humedad y orines. En la habitación contigua se escuchan el llanto y las súplicas de alguien que pide le perdonen la vida. Me hincan junto a él, a mi lado derecho, en mi oreja, siento el soplo fugaz de un golpe sordo, luego el sonido de un bulto que choca contra el suelo y… silencio.
Sigo yo. Me insultan y golpean. En mi frente se estrella un escupitajo caliente que resbala por mi mejilla. Del lugar donde el bulto cayó, me llega el olor de la mierda. El gruñido metálico de una pistola que se prepara para disparar resuena sobre mi cabeza. La voz enojada de un hombre maldice la última letra del abecedario, una y otra vez. Se refiere a mí. Oigo el último sonido de mi vida: un disparo, mientras mi pensamiento se aferra a mi madre. La extraño.