Lo despertó la alarma antirrobo de la casa del vecino. Pensó que Gabriel
había olvidado desactivarla otra vez, antes de entrar, pero el artefacto siguió
aullando.
Entonces despertó. Abrió los ojos; no se levantó de la cama. De la casa
de Gabriel escuchó unos gritos que, entre insultos, ordenaban a sus vecinos a
salir. Luego, a la mujer que gritaba desesperada, el llanto de los dos niños…
al escucharlo, la piel se le erizó y una quemazón aceitosa resbaló por su
estómago. “¡Los niños!”, pensó. Quiso llorar, y lloró; quiso gritar, pero se
contuvo: el miedo, desbocado en su cuerpo, se lo impidió.
La madre suplicaba. Gabriel pedía a sus captores que no se llevaran a su
familia, que la bronca era con él… solo con él… pero no lo escucharon. Los metieron
a todos en los vehículos.
Escuchó el rechinido de las llantas y el rumor agitado de los motores
perderse en medio de la madrugada. Solo se quedó la alarma con su lamento
cuadrado, gris, ajeno.
Ya no pudo dormir. La impotencia y el miedo no se lo permitieron.
“Por un lado es bueno que no tenga familia”, se dijo, ahogando el grito
que comenzaba a escalar su garganta. La alarma se lamentaba todavía. Respiró
profundo y se dio cuenta de que se había orinado.