jueves, 20 de marzo de 2014

Zeta


El olor del café se cuela bajo la puerta. Escucho ruidos de trastes, abajo en la cocina, y el parloteo del televisor. Mamá prepara el desayuno. Siento un borboteo en el estómago, quiero levantarme, pero la sábana no me libera, me abraza, lánguida, tibia. El rumor del aparato del aire acondicionado me arrulla: es un susurro, un canto manso como el de un río que dormita en medio del bosque.
La mañana está en mi habitación: tranquila, atemporal. Su luz toca mis párpados y ellos se dejan acariciar, querer… adormecer. Mi respiración se relaja y mis pies descalzos asoman por el borde de la sábana. Siento frío.
El aroma del café se mezcla con el de huevos con chorizo. Mi estómago protesta. Me niego a despertar, a levantarme. Allá abajo los ruidos aumentan, ya no son los trastes ni el televisor, son pasos fuertes, la puerta se abre de golpe, alguien grita. Mis ojos están vendados, mis manos atadas detrás de la espalda. La persona es  un hombre, me levanta de los cabellos y me arrastra fuera del recinto que huele a humedad y orines. En la habitación contigua se escuchan el llanto y las súplicas de alguien que pide le perdonen la vida. Me hincan junto a él, a mi lado derecho, en mi oreja, siento el soplo fugaz de un golpe sordo, luego el sonido de un bulto que choca contra el suelo y… silencio.
Sigo yo. Me insultan y golpean. En mi frente se estrella un escupitajo caliente que resbala por mi mejilla. Del lugar donde el bulto cayó, me llega el olor de la mierda. El gruñido metálico de una pistola que se prepara para disparar resuena sobre mi cabeza. La voz enojada de un hombre maldice la última letra del abecedario, una y otra vez. Se refiere a mí. Oigo el último sonido de mi vida: un disparo, mientras mi pensamiento se aferra a mi madre. La extraño.

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