sábado, 30 de julio de 2016

Recuerdos I

En mi pre-adolescencia, papá solía llevarnos a Linares, donde el negocio de mi abuelo tenía camiones que cargaban barita y calcita pulverizadas en un molino local. Entraño muchos recuerdos de esa época. Experiencias que se presentan en mis sueños y en mis textos.
El "rancho" de papá estaba en las afueras de Linares, junto a la carretera. Al otro lado de ella, un arroyo de agua caliente brotaba del suelo bordeándola; metros adelante, se hundía en la tierra, permitiendo un paso hacia el bosque para los coches, a cuyo extremo el arroyo enterrado parecía continuar su curso. Pero no era así: se trataba de un arroyo distinto, una corriente de agua helada.
Otro recuerdo que guardo es la carretera perdiéndose en las estribaciones de la sierra hacia Galeana. (En un punto de ella, a veces nos deteníamos a desayunar en una cabaña. Jamás probé guisados ni tortillas hechas a mano de sabores irrepetibles que perdurarán en mi memoria) La carretera hacia Galeana. Un montón de cerros parecen jalar el largo hilo de asfalto hacia una cerrería agreste, rocosa, gris salpicada de verde. Huele a monte. Galeana está en lo alto, recuerdo, entre el frío y el verde de buganvilias monstruosas que han engullido las casas blancas de techos de teja de barro. Calles empedradas y el cielo azul a la mano. Uno podría tomar las estrellas durante las noches para marcar los cuadros de las cartas de la lotería, o podría, simplemente, tirarse en las alturas para ver el mundo entero, allá abajo, en la oscuridad de las montañas. El silencio aquí calla, abre paso a la música del cielo.
Recuerdo un relieve tallado en la montaña. Enorme, azteca.
Iturbide está en el extremo contrario del camino. Un pueblito desmoronándose casa a casa hacia el vacío. Ahí tenté los cuernos aterciopelados de un cervatillo y retraté una tarántula con una cámara desechable cuyos negativos jamás pude revelar.
En Linares conocí a una niña que vivía cerca de la iglesia, cumplía años el 27 de agosto (desde ese día me aficioné a los números y sus cábalas imposibles), probé las natillas (dulces de leche quemada) y las glorias (natillas con nuez), visité la casa de un amigo de papá hundida en los naranjales y probé los jocoques. En una llantera, junto al tambo partido a la mitad, lleno de agua para probar los neumáticos, supe qué eran los tordos y las brujas de La Petaca. Un día, en el molino, atrapamos una; transfigurada en lechuza... o acaso era un ave que perdió el rumbo por culpa de las luces del molino que apagaban la noche. (Murió, sin comer ni beber, encerrada en una jaula cuando íbamos rumbo a Guadalajara en la combi de papá).
La Petaca, recuerdo, era un montón de casitas insignificantes. "Cómo pueden vivir aquí las brujas", pensé. Se parecía a Reynosa: polvosa, caliente, normal. Sin brujas ni fantasías. Normal, reitero. Nada extraordinario.
Cerro Prieto: un enorme mar azul, redondo, brillando en la blancura de un desierto de tierra blanca, valga la redundancia. El calor ahí era más blanco que azul, se pegaba a los labios y a los ojos. El agua de Cerro Prieto es una aparición: flota en el vaho del calor que transpira la tierra blanca: un espejismo. (Pescamos en Cerro Prieto peces imaginarios que no recuerdo.) Lo rodean, esqueletos de árboles, de pájaros exhibiendo su osamenta entre sus ramas; sal. Pieles bronceadas y anegradas; asoleadas. El agua es una masa azul sobre la que caminan sin descanso las angustias y los ojos. El oído se acostumbra al silencio de Cerro Prieto, que grita más que el cielo y la tierra blanca. Las estrellas aquí no son de fiar; si son fugaces, seguro son brujas expulsadas de La Petaca, o una constelación rendida por el calor.

lunes, 4 de julio de 2016

Escarabajo verde


Hoy vi un bocho verde que tenía soldado en la defensa trasera un tubo que sostenía un pequeño cilindro de gas convertido en asador.