domingo, 31 de agosto de 2014

Luis

El sol se desangraba en el oeste y lentamente teñía las nubes cercanas. Entonces, recordé las palabras de mi abuelo: nubes rojizas anuncian lluvia.

Acababa de salir de la maquiladora. Cada paso me costaba en serio: era un mastodonte tras otro, tratando de agujerar el suelo. 

Cuando llegué a la parada, perdí la pesera: se marchó atiborrada de brazos, piernas y cabezas derramándose por las ventanas y las puertas. No me importó, porque estaba muy cansado como para que me importara.

Era el último transporte especial que pasaba en esa avenida larga, polvorienta y sucia. En el horizonte, donde el sol agonizaba, estaba la parada de la ruta que pasaba hasta medianoche. Fui hacia allá, lento, exhausto.

El parque industrial era una ristra de fábricas, de edificios -con entrañas de máquinas ruidosas- que parecían ronronear y de coches que huían despavoridos en medio del viernes.

Los viernes olían a prisa, a billeteras desesperadas por vaciarse, a casa, a cerveza y carne asada. A descanso ficticio, narcótico.

Agosto exprimía mis piernas, mi cuerpo, apendejaba mi pensamiento. Llegué a la parada del camión, mojado en sudor, el interior de mis zapatos chicloso y los dedos de mis pies ahogados, henchidos de cansancio, trataban de reventar el calzado. Agosto me hizo subir a la pesera.

No había asiento en el urbano. Viajé de pie, aferrado a los tubos como una piñata hasta que una anciana bajó y tomé su lugar. 

El sueño me venció.

Cuando desperté, el centro de Reynosa y el zangoloteo de las calles plagadas de baches.

Y la noche.

El calor de la canícula lamía cada centímetro de mi piel, los rincones de las calles, de las casas abandonadas del centro. Mi mano golpeó el tubo del pesero con la moneda de diez pesos y bajé sin esperar el cambio.

La calle Aldama, con las siluetas de los travestis deambulando en las sombras, y las doce con cero minutos, me recibieron. El hedor de la calle, mezclado con el calor de la canícula, taladraron mis pulmones. Sentí el espasmo de la náusea subir mi garganta; lo ahogué, lo empujé abajo, hondo.

Ya me había pasado antes: recorrer la ciudad hecho un bulto en un asiento del transporte público. Esta vez, posiblemente, dos vueltas. Casi cuatro horas dormido en el mismo lugar, aunque nunca había despertado en el centro, la mayoría de las veces había terminado cerca de la casa.

Me sentía ligero, tembloroso y asustado. Como una liebre que intuye las fauces pero no logra verlas.

Pasé media hora atosigado por las luces de los coches que luego se perdían al doblar la esquina, en medio de las risas afeminadas de los prostitutos. Treinta minutos que, segundo a segundo, dilataron una eternidad mi temor. Maldije mi cansancio, al chofer que no me despertó, a la noche que me tomaba de repente, sin reservas...

Una sombra se acercó. El cuerpo delgado y sensual, moreno y oloroso. Sus ojos azules: dos luceros en medio de la noche calurosa. Él era la atracción mágica que los misterios suelen musitar en las canciones que sacuden los huesos, las ideas y los fundamentos...

Me saludó con un "Buenas noches" que se evaporó hacia las estrellas. Tenía una sonrisa de luna creciente y su voz era como el siseo de la lengua de los gatos acicalándose con esa elegancia sobrehumana.

No contesté, pero mi cuerpo quería hacerlo.

—Me llamo Manuel —dijo el de él.

El silencio, árbitro involuntario, solidificó la tensión que los segundos incrementaban. Manuel levantó la cara, como si tratara de enfocarme desde lejos y se limitó a acariciar con su mirada el contorno de mi miedo, la soledad inusitada que ahora se derramaba sobre mí y crecía como un charco de sangre a mis pies, y mi insensatez de que no habría otro día que de todos modos llegó, y que yo no sabía entonces que llegaría: de verdad pensaba que moriría ahí.

—Tienes pinta de llamarte Luis —agregó, pronunciando mi nombre con un tono juguetón que logró captar mi atención.

—Me quedé dormido en la pesera —le dije—. Tendré que caminar hasta Las Granjas.

—Queda muy lejos —contestó arqueando las cejas.

Lejos era poco. Si me fuera caminando desde ahí, tardaría tres, quizá cuatro horas. Porque tendría que evitar las avenidas principales, para no exponerme a la vista de los soldados o los sicarios de La Maña que suelen patrullar la ciudad a altas horas de la noche. Mis dieciocho años y la atención que había prestado a oscuras historias de jóvenes secuestrados en las calles de Reynosa durante la madrugada, me habían devastado. Por eso estaba muerto de pavor: ya ni los taxis pasaban. No habría más, tendría que caminar... o quedarme ahí, en la Aldama, la calle donde los travestis se prostituían.

Soy homosexual, pero no vendo mi cuerpo. Siento el mismo terror ante la muerte y el horror del secuestro como cualquiera. Soy de carne y hueso, por tanto el dolor, el sufrimiento, se sienten igual en mi piel.

Manuel no había dejado de mirarme. Guardaba silencio, distancia. Esperaba una respuesta de mi parte.

—Sí, queda lejos. No podré llegar ahora —dije. Él bajó las cejas.

Hubiera suspirado y levantado mis brazos en señal de "no hay más remedio". Pero mantuve mis manos en los bolsillos y la mirada en la acera de enfrente. El olor dulzón de la mariguana relajó mis instintos. Volteé a ver a Manuel, pensando que era él quien fumaba.

—Son aquellas perras —me dijo, levantando el índice derecho en dirección de la silueta de un árbol cuyo follaje susurraba su canción de verano, metros más allá.

Yo nunca la había consumido, pero sabía a qué olía. En ese momento deseé saber fumarla para tenerla dentro de mi cuerpo, espantando el miedo y el terror de mis huesos, adormilando a la liebre inquieta que brincaba entre mis pulmones. En el techo de la casa antigua que se desmoronaba enfrente, una lechuza aulló y agitó las alas como si se sacudiera lo que quedaba del día de encima; me asustó.

Manuel soltó una carcajada dulce, cuyo sonido me recordó a una nuez que se quebraba despacio.

—El nombre de Luis te queda grande —me dijo—. Es nombre de reyes.

En mi familia era el único al que habían bautizado y registrado ante la ley como Luis. Gracias a un arrebato de mi madre. Mi padre se llamaba José, pero ella así me puso y así me llamó hasta que murió: Luis.

—¿Reyes? —pregunté.

—Sí, de reyes franceses. ¿No lo sabías?

¿Cómo iba yo a saberlo? Y qué importaba si me encontraba en medio de la noche, abandonado en una calle oscura, maloliente, infestada de...

—¡Pásate para acá! —dijo Manuel con un grito sordo, jalándome del brazo hacia el interior de un consultorio abandonado, que carecía de techo, puertas y ventanas.

Una camioneta de carrocería y rines relucientes se paró bajo la silueta del árbol -que había enmudecido- donde el grupo de prostitutos fumaba mariguana. De ella bajaron varios hombres armados con metralletas y empezaron a golpear a los homosexuales. Entre gritos, alaridos e insultos, los sicarios preguntaban por...

—Me buscan —susurró Manuel— ¡Me buscan!  —balbuceó aterrorizado.

Lo abracé por la espalda y lo jalé al interior del edificio en ruinas, el tacón de una de sus zapatillas tronó, mi mano sobre su boca, nos arrinconamos en el piso de lo que había sido el baño, junto al retrete seco y nauseabundo. Los disparos retumbaron fuera, uno por cada prostituto. Después escuchamos el sordo costalazo de sus cuerpos al caer en la caja de la camioneta. Al final, las llantas de la troca rechinaron, y se perdieron en la esquina de la calle Bravo, rumbo al desnivel.

Manuel lloraba, su enorme cuerpo moreno  se convulsionaba, a causa del llanto, sobre el mío. El cielo estrellado sobre nosotros, en medio de las ruinas. Vi las constelaciones cruzar el pedazo de firmamento que las paredes acunaban como si fueran dos manos juntando agua, mientras el cuerpo de Manuel dejaba de temblar sobre el mío, hasta que el sueño anestesió nuestro terror.

Luego llegó el amanecer.

La mañana nos despertó con su lengua húmeda de rocío. Estábamos abrazados, como si uno y otro buscáramos refugio en el cuerpo ajeno. Despertamos y nos pusimos en pie, en silencio, aliviados, renovados.

Manuel posó en mí su mirada azul: mi cuerpo era el horizonte en el que nunca se hubo posado astro tan magnífico. La pierna de la zapatilla rota, flexionada. Sonrió con su luna creciente que se antojaba menguante. Entonces le pregunté cómo había sabido mi nombre.

Guiñó un ojo y posó su índice en mi bata de trabajo, donde estaba bordado mi nombre.

Compañeros de vida

El viernes 29 de agosto de 2014 un compañero de trabajo me comentó que el ser humano era superior a los animales y que su destino era someterlos y dominar el planeta. Su "observación" me pareció no una opinión personal, sino una mera repetición de cotorro mal esgrimida. Cuando inquirí sobre las bases de tal afirmación, sus respuestas fueron francos bandazos en el océano de la ignorancia: el pobre no tenía idea de lo que estaba hablando.

Desinformar es propagar la ignorancia.

Graznar como un loro, repitiendo lo escuchado (o leído) sin entender su significado, es ponerse en ridículo a uno mismo. 

La sabiduría es agradable porque su brillo es propio e ilumina el camino, penetrando por medio del criterio, del ejercicio crítico, las tinieblas espesas de la ignorancia. Bajo esta débil luz es posible avanzar a paso lento, pero seguro.

Los animales son nuestros compañeros de vida. Compartimos el planeta con ellos. Pero nuestro egoísmo e ignorancia se los ha arrebatado. Hemos roto, convencidos de nuestra falsa superioridad, hilos sutiles que están liberando el caos verdadero, el horror climático y las extinciones precipitadas al eliminar hábitats por completo. ¿Es esa la superioridad a la que hemos sido "llamados"?

Tal "llamado" me parece ominoso y estúpido, porque no existe. Basta que del cielo caiga un cometa y éste arrasará todo lo que conocemos como "civilización" y lo que no. Todo por igual, sin importar "niveles" sociales y naturales.

No somos superiores a nuestros compañeros de vida. A pesar de nuestros adelantos, somos débiles, pero nos negamos a verlo, y esa ceguera terca, esa ignorancia, nos está llevando al borde de la aniquilación.

El enemigo de la humanidad somos nosotros mismos. El enemigo del mundo, lamentablemente, somos nosotros. Nos hemos convertido en su demonio, en su Satanás... pero satanizar al ser humano, es darle demasiada importancia, solslayar un hecho muy simple: no queremos ver ni escuchar las consecuencias de nuestras acciones.


viernes, 15 de agosto de 2014

No quiero callar

Miércoles 14 de agosto de 2014
Ya no quiero callar, fingir que mi realidad no existe, mientras mis ojos gritan
lo que mis labios no pueden.

Mi cuerpo tiembla de miedo, se sacude de encima la mente, la razón,
y se queda vacío, hueco, sin eco. Es una cavidad opaca.

Mi sangre está viciada, nada la cura. Ni el sol de cada día, ni el pan sobre la mesa, ni los ceros que se derraman en la cuenta bancaria... nada. Ni familia, ni fama, ni este nombre que pesa tanto como el mundo, como el universo, como el silencio que me carcome.
De veras, ya no quiero callar. Es en serio. No soporto demasiada muerte, a mi lado, tan cerca que casi me toca y yo quiero que lo haga, que me manosee, pero a la vez no... por el miedo que me seca.
Mis ojos olvidaron llorar, aunque el llanto se derrama a borbotones dentro de mí, en el espanto de mis ojos, de mis tripas retorciéndose como animalitos prematuros. El horror del mundo me exprime... yo lo acepto, me entrego. ¿Qué puedo hacer?
Es demasiado dolor ajeno... una tristeza que repta y encaja sus colmillos en la yugular de la mente.
El olvido me abandonó a merced de las estrellas, en este suelo violento e insensato, rodeado de personas cuyos rostros verdaderos no conozco.
Se llevó mi voz.
Me arrastro en pos de ella, como un animal herido de vida, ahogado en una lucidez perturbadora, azotado contra un entendimiento macizo e inútil en asuntos de esperanzas imaginarias: de expectativas místicas. De realidades de carne y hueso, de facturas en el buzón, de hambres en el estómago... de mundo y sociedad, de grandes nombres y hombres: burbujas de jabón que revientan en el acto.
Es en serio: ya no quiero callar, hoy que me sobra un poco de vida. Porque cuando la muerte abunde, el gran silencio llevará mi voz a través de los rincones del universo. Porque así tiene que ser y yo no puedo hacer nada contra ello.