miércoles, 30 de diciembre de 2015

Limpieza profunda

Con el tiempo, las casas se desgastan: se llenan de polvo sus rincones, de cochambre los intersticios de la cocina. Los dormitorios se tornan en nidos de ácaros y de sueños y de querellas maritales cuerpo a cuerpo, palabra a palabra. El jardín, si lo tienen, llega un momento que se cansa de verse bonito y se pone a crecer, a merced de la entropía. La casa pequeña se vuelve enorme. La familia numerosa se reduce.
Esmero, limpieza profunda, renovaciones: actos de fe genuinos. Preparar la casa para la fiesta —el futuro— a ciegas.
Tirar lo viejo, lo desagradable y calamitoso, amontonar las cacerolas y las sartenes —arrastrar cadenas— hacer resonar sus voces huecas. Restregar el piso y las paredes, la piel para eliminar los recuerdos, la mente para borrar las sensaciones. Limpieza profunda: arrancar los vellos de la nariz con aromatizantes, lejía y desinfectantes. Preparar la casa, la comida, recibir a los invitados, a la familia, a los demás... luego se van, no regresan.
Limpieza profunda.
Las casas, a veces, se abandonan: se llenan de nostalgias y de lágrimas, de espacios vacíos o de cachivaches o de basura o de muertos. De gente desconocida. De mascotas que suplen la familia mas no los seres queridos. Se llenan de nombres, de ecos de nombres —voces de cadenas— que se multiplican en los dormitorios e invaden los rincones, los intersticios de los rincones, del cochambre y del polvo, porque no pueden restregar el cerebro o el corazón.
Limpieza profunda.
Los ácaros baten las cazuelas junto a las cucarachas y los roedores. El jardín es una selva con cara de desierto; mientras las cuentas, las enfermedades, las visitas efímeras: florecen. El dormitorio es un ensayo de tumba.
Las casas requieren limpiezas profundas, de todos modos. Con vivos o sin ellos, con ácaros o sin muebles, con sueños o sin dormitorios, con paredes recién pintadas y pisos renovados y un letrero de venta clavado en el periódico... la limpieza profunda de las casas perpetúa la esperanza, la vana y fútil esperanza, de la eternidad.

martes, 29 de diciembre de 2015

Una tarde de compras

No sé cómo empezar a describir lo que sentí esta tarde. Mi hijo de 15 años y yo, tras pagar el mandado, nos habíamos adelantado y acabábamos de entrar al coche a esperar que mi esposa regresara del supermercado. Para tener un poco de aire, bajé las ventanas a la mitad. En eso, escuchamos un rechinido de llantas. Luego unos gritos: “¡Agárrenlo! ¡Agárrenlo!”. Lo primero que pensé fue que el conductor de la troca que rechinó las llantas (ignoro por qué asocié el sonido con una camioneta y no con un sedán o un taxi)  había atropellado a alguien y, tras escapar, lo perseguían.
Por el retrovisor vi a un trío de huercos que perseguían a un cuarto. Luego los vi correr por el lado izquierdo y cuando estaban casi frente a  nosotros, el acosado soltó un grito que se estrelló en forma de puño en el oído de uno de sus perseguidores.
Ninguno de los cuatro iba armado.
La persecución continuó entre los coches estacionados. Hacia la derecha la camioneta (esta vez comprobé que sí se trataba de una troca) rechinó las llantas de nuevo y se dirigió al lugar donde el trío tundía al perseguido. Era una camioneta de modelo reciente, limpia, de rines caros; como las que traen “ellos”, los “malos”.
Decidí que era momento de sacar a mi hijo de ahí.
—Vámonos a la tienda—le dije—. Antes de que se agarren a balazos.
La verdad no sabía qué pensar. Si sólo le darían tremenda madriza al pobre huerco o lo “levantarían” o lo ejecutarían ahí, frente a todos los que mirábamos. Frente a mi hijo.
Fuera lo que fuera, supuse que lo mejor sería evitar el horror de esas posibilidades.
Cerré las ventanas, nos bajamos y nos fuimos a la entrada del supermercado.
—Busca a tu mamá —le ordené—. Aquí los voy a esperar. En esta puerta.
Lo que en realidad pretendí fue que, en caso de que el indeseado tiroteo sucediera, mi hijo estuviera con su madre. No sé por qué pensé que eso le haría sentir más seguro que estar conmigo. Tampoco sé por qué no me fui con él a buscar a mi esposa. No lo sé.
Los mirones, yo entre ellos, no dejaban de mirar. Busqué la camioneta donde la había visto. Ya no estaba. Ni el huerco ni el trío de atacantes. Pero el mar de ojos, de rostros azorados, la gente, pues, permanecía a la expectativa. Yo no sabía qué miraban, si el punto de la golpiza estaba vacío.
Entonces salí.
Cerca de la entrada una señora con dos niños, de esas mujeres que llaman humildes por no decir jodidas, sacaba de su bolso Kleenex y se los daba a un pobre diablo de camisa manchada de sangre. Era el golpeado, el madreado, la víctima. El perseguido.
Las mujeres, en especial las madres, tienen más valor. Yo no me hubiera acercado a ese huerco. Me hubiera alejado de él del mismo modo que evadí la pregunta de un fulano que se acercó y me preguntó si habían golpeado al muchacho:
—No sé —fue mi respuesta.