domingo, 30 de marzo de 2014

Alarma

Lo despertó la alarma antirrobo de la casa del vecino. Pensó que Gabriel había olvidado desactivarla otra vez, antes de entrar, pero el artefacto siguió aullando.

Entonces despertó. Abrió los ojos; no se levantó de la cama. De la casa de Gabriel escuchó unos gritos que, entre insultos, ordenaban a sus vecinos a salir. Luego, a la mujer que gritaba desesperada, el llanto de los dos niños… al escucharlo, la piel se le erizó y una quemazón aceitosa resbaló por su estómago. “¡Los niños!”, pensó. Quiso llorar, y lloró; quiso gritar, pero se contuvo: el miedo, desbocado en su cuerpo, se lo impidió.

La madre suplicaba. Gabriel pedía a sus captores que no se llevaran a su familia, que la bronca era con él… solo con él… pero no lo escucharon. Los metieron a todos en los vehículos.

Escuchó el rechinido de las llantas y el rumor agitado de los motores perderse en medio de la madrugada. Solo se quedó la alarma con su lamento cuadrado, gris, ajeno.

Ya no pudo dormir. La impotencia y el miedo no se lo permitieron.


“Por un lado es bueno que no tenga familia”, se dijo, ahogando el grito que comenzaba a escalar su garganta. La alarma se lamentaba todavía. Respiró profundo y se dio cuenta de que se había orinado.

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