martes, 16 de septiembre de 2014

El señor que amaba a Dios

El señor que amaba a Dios me miró con el desprecio habitual. Su amor y conocimiento divinos le daban la autoridad para ignorarme. No contestó mi saludo: se quedó quieto, en silencio, esperando que me quitara de su paso.

Hacíamos fila en la cafetería de la maquiladora donde trabajamos. Él acababa de regresar de una larga convalecencia que casi lo lleva a la tumba. Yo seguía mi vida normal.

El señor que amaba a Dios, tras estar al borde de la muerte, se había convertido a la fe. Y como sobreviviente, gracias a ella, se había entregado en cuerpo y alma a su veneración incondicional.

Sentí pena por él cuando supe lo que había pasado: estuvo a punto de morir. Al volver él al trabajo y anularme con su actitud, me hizo olvidar la compasión. Era tan humano como los demás, como yo. Se atrevía a pensar y manifestar con su comportamiento que los ateos, como yo, o cualquiera alejado de su fe, no merecían su atención.

Por esto, el señor que amaba a Dios me pareció débil. No como un ser humano: débil como un ser incapaz de ejercer su criterio, de liberar su imaginación. No tuve más remedio que compararlo con una máquina, porque los animales, en su instinto, son auténticos y naturales. Las máquinas son meras herramientas que los seres pensantes utilizan a su favor.

Lo entendí cuando el señor que amaba a Dios, temeroso, no contestó mi saludo y se dirigió a la mesa donde sus amigos -compañeros de trabajo- lo recibieron con vítores y bromas.

Entonces supe que Dios es una idea que le quedaba muy chica a la inteligencia, porque se nutre de la estupidez y la ignorancia, de mentes huecas.

Ahora ya no saludo al señor que ama a Dios. Lo respeto porque estuvo a un paso de la muerte... y en eso, me lleva ventaja.

Tehuani.

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