lunes, 14 de julio de 2014

El beso

"Eres raro", le dijo ella.

No era la primera vez que se lo decían y, de tantas, se había acostumbrado a escucharlo como se hace ante el barullo del tránsito de los automóviles en la ciudad. Las calles de Reynosa, sucias y estropeadas, llenan los ojos y los oídos de una sordidez etérea que se respira con apatía, con desinterés, con desapego a la realidad. La misma frialdad con la que ella quebró el sonidero de coches y de gente que pasaban en la avenida Hidalgo, junto a la plaza Juárez, con el hondo silencio de esas dos palabras: eres raro. Que ella lo dijera, le dolía en serio.

No lo esperaba. Se habían visto un par de ocasiones en la plaza: un parque construido con una veintena de fresnos y de yucas y de bancas metálicas de mala calidad que se oxidaban jóvenes. Se habían citado ahí porque era un lugar discreto, un lugar a la vera de la avenida que nadie, en pleno tránsito cargados de premuras, miraba en realidad. Era un lugar de paso, un lugar que se pasaba, que estaba ahí porque debía estar.

Ella, con sus ojos comunes, cabello lacio y negro, y esa alegría y encanto venidos de Veracruz, era bonita. El tono de su piel, entre oscuro y aperlado, y la perfección blanca de su sonrisa, lo habían enamorado. Y ese flotar como mariposa, sin dejarse atrapar ni tocar, ese casi tenerla y en realidad no, lo hacían interesarse más. Él estaba acostumbrado a no tener, a estar lejos de sus anhelos. Pero era la primera vez que casi tenía, que estaba a un paso de obtener lo que buscaba... esa sensación, esa embriaguez, ese desacomodo del estómago, como si se comiera a sí mismo, no lo había sentido nunca. O más bien, nadie se lo había hecho sentir. Hasta que la conoció a ella.

La misma que lo había tumbado del ensueño con las dos palabras siniestras, que lo convertían de nuevo, en el pordiosero que nunca había dejado de ser. Era poseedor, el dueño, de la rareza. Nada más.

Él sonrió tras escuchar las dos palabras. Se imaginó a sí mismo levantándose de inmediato y marcharse dejándola sola y con la palabra en la boca. Carecía del valor. En cambio, sonreía e imaginaba tantas maneras de ofenderla, de hacerla tragarse sus palabras, de lastimar ese hermoso cuerpo, esa bella mujer, que tanto le gustaban. El binomio perfecto: cuerpo y alma, mujer y belleza. Casi a su alcance.

Desilusionado, pero determinado a no mostrar su fracaso, empezó a articular la frase, palabra a palabra, sílaba a sílaba, como si hundiera un puñal en su orgullo, en su propia alma, en lo que le quedaba de corazón: "Sí, verdad".

Pero ella se adelantó y, de nuevo, rompió el trajín del bulevar y de la plaza, con esos ojos clavados en él y la sonrisa que se antojaba a chocolate blanco rindiéndose, las calles descuidadas eternizándose y el polvo quedándose detenido en el aire como si fuera el alma de éste, de Reynosa, con tres palabras: "Pero me gustas".

¿Qué hacer con el "casi" cuando se vuelve inútil e innecesario? Él no lo sabía y, la verdad, no tenía ánimos de averiguarlo.

La besó.

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