sábado, 15 de febrero de 2014

Mi pesadilla de anoche

Es curioso lo que una cena pesada puede hacer con tu sueño. Si no, pregúntenle a Gregorio Samsa, quien, tras un sueño intranquilo, despertó convertido en un insecto.

Anoche me acosó una pesadilla que, a pesar de interrumpirla en tres ocasiones, se negó a desaparecer. Conducía un coche por una calle de automóviles atravesados. Salí de ella por un espacio entre un camión de mudanzas y otro carro, pero cuando lo hacía, de alguna manera embestí al automóvil y éste golpeó a una motocicleta e hirió a su conductor. Bajé a ver los daños y resultó que la moto estaba destrozada, pero, por fortuna, la persona no había sufrido ninguna herida. Regresé y vi que mis pies no tenían zapatos, solo calcetines. Entonces descubrí en el izquierdo una protuberancia que no me dolía. En ese momento el conductor de la moto me gritó que yo había dejado un charco de sangre donde estuve parado. "Estoy bien. No me duele", le contesté y me metí al lugar del conductor en mi coche. Era de transmisión manual y cuando pisaba el pedal del embrague (con el pie izquierdo, queda claro) me preguntaba por qué no sentía dolor. Entonces desperté.

Aún estaba oscuro, me di vuelta, abracé a mi esposa y me tapé. La pesadilla continuó. Conducía el mismo coche. Llegué a una casa similar a la que mis padres alquilaban en esta ciudad hace tres décadas. Dentro me esperaban mi esposa y mis hijos; se disponían a acostarse. Comencé a prepararme también y escuché ruidos fuera. Me asomé por cada ventana hasta que vi a un hombre mayor, de cabello cano, que buscaba la manera de entrar. En la mano traía una pistola. Me asusté y empecé a verificar que el candado de cada ventana y puerta estuviese asegurado. Luego, fui a la puerta de la entrada, por donde el hombre intentaba introducirse, y lo enfrenté. Me dijo que quería a mi hijo de en medio, que quería ahorcarlo. Luché contra él y me disparó. Volví a despertar.

Ahora era mi esposa quien me abrazaba. Mi aliento tenía un dejo intenso a cebolla. Repasé mis últimas tareas, antes de irme a dormir y recordé que sí había cepillado mis dientes. Eructé y el sabor a cebolla aumentó. Me negué a ver la hora, porque la madrugada continuaba y no quise espantar al sueño. Me volteé, dándole la espalda a mi mujer y me dormí otra vez.

El intruso estaba ya en la casa. Podía escucharlo. Revisé mi cuerpo y no encontré ninguna herida, solo una fuerte opresión en el estómago y el olor a cebolla invadiéndolo todo. Las luces de todas las habitaciones estaban encendidas. Corrí a una de las recámaras, estaba vacía; luego a otra, y encontré lo mismo. En la del fondo el hombre trataba de correr una de las puertas del clóset. Dentro mi familia gritaba. Lo ataqué a puñetazos, a patadas, mientras soltaba una ristra de gritos. En medio de la pelea, el tipo logró zafarse y huyó. Lo perseguí hasta uno de los otros dormitorios y me apuntó de nuevo con la pistola, a la cabeza. Cuando disparó el arma, en lugar de un estallido se escuchó el sonido del despertador del teléfono celular de mi esposa. Abrí los ojos, el resplandor de la mañana comenzaba a colarse por la cortina e iluminaba, tenue, el techo. Mi esposa extendió el brazo y apagó el escandaloso aparato.

Ya no intenté dormir. La abracé, ella de espaldas, y sentí el calor de su cuerpo a través de sus nalgas abultadas. Recordé la protuberancia de mi pie en el sueño y giré mi tobillo izquierdo: mis articulaciones crujieron sin dolor. Me acurruqué de nuevo y besé la nuca de mi mujer, en su cabello dormitaba su aroma único. Entonces pensé en lo afortunado que era Gregorio Samsa: es mil veces mejor despertar, aunque sea convertido en insecto, que irse para siempre al sueño eterno.

Eso sí, esta noche mi cena será ligera.

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