sábado, 25 de abril de 2015

El ingeniero Bernardo Diez

El ingeniero Bernardo Diez vive en El Anhelo (ciudad fronteriza que se llama a sí misma "Ciudad Industrial", gracias a un puñado de maquiladoras desperdigadas en el sórdido noreste). Radica en ella desde hace ocho años y, a decir verdad, no le ha ido mal. Tiene casa propia -una pequeña y limpia, sin pretensiones-, coche del año, bien cuidado, que conserva pulcro sólo porque la prolongada sequía lo permite.
Su edad, misma que el cuerpo se empeña en esconder, roza la treintena, pero es el aire de éxtasis de su rostro lo que borra todo trazo temporal. Pareciera que va a existir por siempre. Aunque no es de buena escuela, sus notas académicas flotan tranquilas sobre el promedio. Habla un inglés fluido, pausado, bien pronunciado, con el que arranca sonrisas sinceras a los pocos norteamericanos con quienes trabaja. Es dueño de una honestidad casi inocente que brota sin permiso. No tiene dios, no tiene vicios y tampoco amigos.
Para le empresa es un recurso que hace su trabajo: eficiente, confiable y, sobretodo, barato. Las visitas a la cafetería las hace solo, pero se deja acompañar por quien así lo decida. Puede hacer plática con operarios, técnicos, colegas o gerentes, cuyo contexto procura mantener lejos del plano personal, con un respeto agradable y elegante que, para su mala suerte, invita al interlocutor a abrirse. No es lo que les dice, sino el silencio y la atención que prodiga a las otras personas lo que provoca la confesión involuntaria. Escuchar es saber callar y él, haciendo sin hacer, permite que la persona se desborde a sí misma. Es la sensación última, una especie de orgasmo psicológico, lo que se llevan y lo que las hace volver. Por esto, conversar con el ingeniero Bernardo Diez es adictivo.

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