jueves, 1 de mayo de 2014

Basura y angustia, las dos caras de la misma moneda

Cada vez que tiro el envase de un producto, no dejo de pensar en su destino. Ni en su pasado. Me da tristeza que un objeto se vuelva inútil al vaciar su contenido, que ya no sirva para nada: de pronto es, así nada más, basura.

Pensemos en todos los recursos necesarios para su creación: desde las mentes que los concibieron hasta las cadenas de suministro que llevaron los materiales para su fabricación, las personas (obreros, supervisores, gerentes, ingenieros, personal de limpieza, choferes, guardias de seguridad, etcétera), y, por supuesto, el consumidor (cliente es el que paga, los demás somos mirones). Un gran número de recursos intelectuales, financieros y humanos, de empleos primarios, secundarios y vaya usted a saber de qué otro orden, para consumar ese intercambio comercial: la compra-venta.

Lo que sucede después es lo que acrecienta mi angustia: el producto, o mejor dicho, el contenido se consume y lo demás se vuelve en un abrir, mas no cerrar, de empaque... en un objeto inútil y estorboso. Un desperdicio. Y de alto costo. Conservar los millones de desechos que se generan al consumir los productos que compramos implica un costo no solo económico, sino ambiental, y, me atrevo a decir, filosófico.

¿Qué clase de ser fabrica un objeto que, en realidad, nadie necesita, y que gracias a la mercadotecnia (ese eufemismo del lavado cerebral, de la manipulación de nuestros caprichosos deseos), son vendidos a millones de personas como usted y como yo en quienes ha sido creada una necesidad antes inexistente y siempre innecesaria? ¿Qué clase de ser es éste que delimita su responsabilidad a la venta y a la compra de ese objeto y se desentiende del destino final del empaque? La última pregunta involucra a dos entes: el que lo vende y el que lo compra. Ambos son responsables. ¿Y el que permite el intercambio comercial?

Sea lo que sea, los empaques de varios de los productos que he adquirido a lo largo de mi vida, yacen en los vertederos de basura. Estorbando, contaminando, pudriéndose con lentitud, unos con la velocidad de los siglos y de los milenios (según los expertos).

Cuántos de esos mismos productos cruzan las fronteras que los tratados comerciales han abierto de par en par a los objetos, mas no a las personas: millones. Millones de desperdicios que, hay que aceptarlo, son exportados a otros países.

El capitalismo tiene sus lados oscuros, esos que todos miramos de soslayo, pero que, queramos o no, vacían por debajo de nuestras conciencias, sin darnos cuenta, nuestros espíritus. Lo que queda es esta ausencia desesperante: la angustia.

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