domingo, 18 de mayo de 2014

Domingo 18 de mayo de 2014

Hoy hizo un sol clemente cuyo calor manso, de tanto en tanto, arrastraba el viento, dejando un fresco agradable que erizaba la piel. El cielo era claro, azul, con una valla de nubes que no se movía del horizonte. 

Estos domingos me gustan, porque los puedo disfrutar en casa. Durante la semana de trabajo, si días así ocurren, ni cuenta me doy. En el claustro de mi oficina, a pesar de la ventana, es difícil tantear el día, su sabor. Uno solo puede mirarlo a través del cristal e imaginarse cómo es estar ahí afuera, nada más.

Tantas horas en el clima artificial del aire acondicionado lo hacen olvidar a uno que hay un mundo real. Son muchos los días que paso así, encerrado, trabajando, poniendo mi mente y conocimientos a los servicios de mi patrón. Mientras el mundo, el día de sol y temperatura mimosa, suceden allá afuera, tras la ventana cercana a mi oficina.

Años atrás trabajé en otra maquiladora en la que también tenía una ventana cerca. Mi vista era la de un campo de pasto que se extendía hasta la reja. En él, vivían las ardillas. Me gustaba pararme ahí, a verlas, y las envidiaba porque ellas podían estar bajo la luz del sol, como si nada.

En esta ventana, no hay un manto verde frente a mí, solo el gris del estacionamiento. Pero más allá, en el fondo, las copas de los árboles me saludan con sus manos verdes y las aves vuelan en su busca, para completar el saludo. Imagino que la voz del viento trae hasta mí el sisear y el canto de los árboles y de las aves. Pero esto es un puro decir, porque no puedo escucharla. En mi oficina todo es artificial y rutinario, tanto que se antoja de un gris latente bajo las capas de color. No hay naturaleza que disfrutar ni viento que recibir. Solo ese gris plomizo que pesa en las pupilas y en el alma, que quiebra los nervios y la salud.

Por eso aprecio estos días luminosos, estos días claros, llenos de vida. Es como si la música de la Naturaleza se hubiera liberado de la mano del hombre y cantara a sus anchas, con descaro, frente a mí.

La voz de la Naturaleza es más fuerte que la nuestra y nosotros somos tan pequeños, tan insignificantes ante ella. Qué privilegio poder escucharla una tarde de domingo, en mi jardín.

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