sábado, 3 de mayo de 2014

Mi recuerdo más antiguo

El recuerdo más antiguo que guardo es el de la noche en que perseguí sobre la banqueta a un gato negro. La calle estaba vacía y las casas, carentes de bardas o cercas, dormitaban su sueño incipiente a la vera de ese camino desierto. Según los cálculos de Lupita, mi mamá, tendría cuatro años. En un punto de la persecución, el minino se detuvo y volteó a verme: sus ojos se iluminaron con un brillo ámbar que me lleno de miedo. Me detuve, el animal me miraba con esos ojos refulgentes que no se me quitaban de encima. Regresé impulsado por el terror genuino de un niño de cuatro años. Era la primera vez que sentía el miedo a consciencia y era como un hervidero en el estómago.

Muchos años después, rebasados los nueve años, sentí en la misma víscera una emoción distinta, pero de igual intensidad. Ocurrió un día en que Lupita nos dio la noticia, a mis hermanas y a mí, de que el primo Daniel vendría ese día de visita. Mi alegría fue tan grande, que mi estómago se contrajo y luego impulsó mis piernas en numerosos brincos, los brazos alzados, la plena y total alegría escapando por mi garganta. Sentí esa explosión varias veces, durante varios años después. Hasta que desapareció por completo cuando llegó la pubertad y con ella los continuos sueños en que volaba con absoluta libertad. Esos sueños eran diarios y numerosos, así como mis poderes que controlaban los eventos oníricos y los sueños mismos y hasta qué soñar. Ser niño, uno de verdad, te da el control sobre las historias que te cuentas a ti mismo, mientras duermes.

Hoy, adulto, me cuesta volar en sueños. Ni qué decir de sentir tamaña alegría. En cambio, el miedo, aunque distinto, es más aterrador e intimidante, aunque no menos imaginario, irreal. Mi mente es amiga y mi peor enemiga, los dos a la vez. Mis sueños de adulto son un reflejo de mi propia realidad, una versión exagerada de ella.

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