jueves, 15 de mayo de 2014

Sobre la muerte

Morimos cuando dejan de recordarnos.

Olvidé en dónde lo leí (¿lo leí?), pero esta frase guarda un oculto anhelo de inmortalidad. Irreal, por cierto, porque cuando nuestro sistema solar desaparezca, no habrá nadie que nos recuerde. Los hechos así lo dicen: estamos acabando con el planeta y, con ello, cavando nuestra propia tumba. Como humanos, por supuesto. Tal vez vengan otras especies y se adueñen de lo que dejemos atrás.

La muerte nos fascina. No el acto de morir, claro está; sino el hecho en sí, el puntual, el momento... sin embargo, la muerte es tan necesaria para que los ciclos naturales se cumplan. Sin muerte no hay evolución; y sin ella, nosotros, los humanos, no estaríamos aquí. Queramos o no, creamos en ello o no, somos el producto de una larga cadena sucesiva de muertes: miles de millones de seres nos antecedieron y murieron para que pudiéramos existir. Todo esto a consecuencia de una serie de eventos fortuitos: no tenemos exclusividad, el Universo no se hizo para nosotros, no somos especiales.

Y es esta vanidad la que nos hace, a nosotros, los que estamos vivos en este momento, únicos. Tenemos un sinfín de oportunidades para apreciar el valor de nuestra vida. El que no haya un después, algo tras la muerte, hace la vida de cada uno de todos los seres vivos, una oportunidad valiosa, pero no especial. El Universo no está pensado para nosotros. Solo somos parte de él.

Muchas veces he pensado en mi última fecha. ¿Cuál será? Deseo que sea un dato perdido todavía en la bruma del futuro. Una fecha que sea inscrita después de ver crecer a mis nietos. Pido mucho, lo sé: quiero mucho. Nadie tiene la vida comprada. Pero si en algún momento dejara de perseverar en un futuro incierto, en contradicción, daría al traste con mi vida. Es lo irreal, el anhelo, lo que nos hace luchar por un futuro. Es esta eterna necedad, esta terquedad, por aferrarnos a lo vivo, a lo real, lo que nos permite adorar la vida aun y con todas sus vicisitudes, sus dolores, sus injusticias.

La muerte nos fascina, porque, queramos o no, es la única verdad plausible. La única verdad real. Sin embargo, de un modo poético, perduramos en el recuerdo que otros alimentan sobre lo que fuimos. Y cuando esa remembranza se pierda, entonces, habremos muerto de verdad.

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